Un nuevo espacio geopolítico
Por todos es bien conocida la fecha en la que el Imperio romano de occidente cayó, en aquel 476 D.C. la ciudad que había dominado el mundo conocido durante casi un milenio terminó capitulando mediante un nuevo ataque germánico y sobre todo con la deposición en el trono imperial del último emperador, Rómulo Augústulo. No obstante, para la parte oriental del Imperium la suerte fue bien distinta, pues no sufrió dicha disolución de la organización estatal, y perduraría por otro milenio más bajo otro nombre.
Por ende, la organización política, económica, social y cultural en el Occidente europeo cambió totalmente, dando lugar a nada menos que casi cuatro siglos de fragmentación. Comenzando por cruentas luchas entre las elites locales que vivían en un mundo divergente entre la herencia romana y la nueva civilización de los pueblos germánicos. Lo que quedo del Imperio romano occidental se fragmentó en distintos reinos godos, que no obstante quisieron legitimar sus reinados adoptando una continuidad romana, para consolidar unos reinos cuya herencia son la base de la Europa cristiana que ha llegado hasta nuestros tiempos.
Para superar esta etapa, la Iglesia romana que a nivel continental fue la única institución que había conseguido perdurar, optó por buscar de nuevo la cohesión de estos reinos. Fue así que a partir del siglo VIII D.C. aspiró a integrarlos bajo una única entidad política. Estaba claro que el Imperio romano occidental no podía regresar como tal, revivirlo como si no hubiera ocurrido nada importante durante aquella franja de tiempo con sus correspondientes cambios y circunstancias era imposible; no eran estúpidos. Debían de asumir los cambios y adaptarse a lo contingente, y bajo ello, inocular la luz de lo alto y hacer de la materia la encarnación de los ideales espirituales. El Imperium debía aparecer bajo una nueva máscara, y fue así que el centro espiritual cambió del Mediterráneo hacia el corazón de Europa, aquella tierra que en su momento marcó los límites septentrionales entre el mundo civilizado y el mundo bárbaro durante centurias sería ahora casi cuatro siglos después el nuevo imperio romano occidental bajo la dinastía de los carolingios.
Una coronación navideña
La Romanitas pasó a ser la Cristianitas, consolidándose con la coronación del hijo del rey franco Carlos Martel y descendiente de Pipino, el Breve: Carlomagno, que bajo ese apelativo pasó a ser llamado Carlos, el Grande.
Ocurrió un día de Navidad del año 800, durante la misa el pontífice León III formalizó la restauración coronando al que desde hacía una década era el gobernante supremo del occidente cristiano. La Cristiandad europea tenía así su emperador Carlos, coronado por el obispo metropolitano ante la tumba de del apóstol San Pedro y aclamado por el pueblo así como adorado por los presentes por los méritos obtenidos, en un acto que siguió la regla bizantina.
La crónica de los Anales de los Reyes francos recoge y relata como el pontífice proclamó Salud, victoria y felicidad al grande y pacificador Carlos Augusto, coronado por Dios emperador de los romanos. Para después realizar un acto que solo se debía hacer ante otro emperador y por supuesto la Cristianitas de Oriente, el bizantino. Fue así que León III se postró ante los pies de Carlomagno con la cabeza agachada y los brazos extendidos. El sueño de siglos atrás de San Agustín de Hipona de traer la Civitate Dei a la de los hombres pareció cumplirse.
La herencia carolingia
No obstante la integridad, solidez y poder de este imperio duró con la de su emperador, tras la muerte de Carlomagno el gran territorio unido volvió a quedar fragmentado entre sus hijos. Aun así, trajo consigo el nacimiento del Sacro Imperio románico germánico que perdurará hasta el siglo XIX y que servirá como base histórica de los orígenes del estado-nación alemán para el futuro; también trajo la semilla y el dibujo de los límites geopolíticos de la Francia que conocemos.
Pero esta no va a ser la única herencia, ni siquiera será la gran herencia, puesto que el imperio carolingio en su intento de alcanzar esa unidad política imperial acoplada a la religiosa, fue necesaria la transformación en el campo de la cultura. Por ende, en un corto periodo de tiempo, la corte de Aquisgrán traerá consigo el primer renacimiento medieval con una escritura que sostenía el estudio de los clásicos y con una producción artística cuya expresión recuerda el modelo grecorromano.
El fin de los carolingios no fue el de la autoridad imperial para Europa que duraría muchos siglos, el sueño de la restituto imperii continuará trascendiendo los tiempos con otras dinastías, con emperadores de la talla como Federico II, Barbaroja. Y por supuesto, como hondamos en anteriores escritos, con candidaturas hispánicas como la de Alfonso X que aunque no triunfó predestinó la nueva actualización del Imperium con Carlos V: la Hispanitas.