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23 Dic 2024
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Tailandia y Laos asustan al mundo: la envenenadora y los 6 occidentales muertos

El cariñoso sudeste asiático, el de la sonrisa porque sí y los precios de risa para dormir y comer de manera notable, muestra esa cara que derrota a la nueva civilización: aquella que piensa que la guerra sólo es pasado muy lejano y que el ser humano siempre es justamente eso: humano

Una de las regiones que proyecta mejor imagen al resto del planeta, y donde se vacaciona a lo bestia, acaba de exponerse al exterior de forma dramática. Primero, con la exagerada vileza de Sararat Rangsiwuthaporn, conocida como Am Cianuro, que supuestamente habría asesinado en los últimos años, envenenándolas, a catorce personas de su confianza tras haberles pedido previamente dinero prestado sin intenciones de ser devuelto; cuando el segundo drama que ha tocado la fibra sensible del pueblo, ha sido los ya seis fallecidos, todos ellos jóvenes occidentales que viajaban por Laos de mochileros, que tras beber alcohol adulterado con metanol en la ciudad de Van Vieng, mejoraron la penosa necrológica de los que fallecen divirtiéndose y con toda la vida por delante.

Debe saberse que especialmente Tailandia y en menor medida Laos –además de Vietnam, Indonesia, y en una pequeña parte Camboya– son destinos habituales no sólo de mochileros, sino de millones de turistas de todos los rangos de precios. No son extraños tanto los lugares baratos para jóvenes con ilusiones basadas en Willy Fog, por ir sumando sellos y visados en sus pasaportes mientras recorren el mundo a la carrera, como los hoteles de lujo donde pernoctar no baja de los 500 euros la noche y cenar, de la mitad. Tailandia, por ejemplo, atrae anualmente a casi 40 millones de turistas y subiendo, siendo Bangkok la capital asiática que muestra de manera más certera lo que es este continente: barrios repletos de incontables rascacielos donde trenes surcan el cielo de la ciudad cuando justo debajo, miles de chiringuitos que en España serían todos ilegales, cocinan a pie de calle de manera prodigiosa, y donde encontrar un asiento –sillas de plástico que se rompen según tu pesaje e inquietud– es harto complicado. La antípoda dentro del mismo país son islas como Phuket o Samui, que atrapan a otra buena parte del extranjero deseoso de playa, y en no pocos casos, de cachondeo, cuando practicar yoga o visitar templos budistas suele redimir del pecado al que horas antes –o más tarde– se desplaza dando tumbos agarrado a un porro de marihuana –en Tailandia es legal– y a una botella de 660cl de cerveza Chang. 

Laos, sin embargo, sólo alcanza los cuatro millones de turistas por año, cuando en realidad esa cifra es un éxito absoluto, ya que al contrario que Tailandia, cobra a todos sus visitantes 35 dólares por un sólo mes de estancia, cuando las autoridades fronterizas y aeroportuarias no son conocidas precisamente por sus buenas maneras al dar la bienvenida al turista. Sea como fuere, Laos es vecina de dos potencias turísticas como lo son Tailandia y Vietnam –esta última recibirá este año a algo menos de 20 millones de extranjeros–, y Camboya, que supera por muy poco los cuatro millones anuales laosianos, un país, el antiguo reino Jemer, que aunque sí tenga salida al mar, vive una absoluta desproporción entre crecimiento económico, seguridad, inflación, esperanza de vida y dignidad social. 

Como su apodo indica, con unas cápsulas de hierbas impregnadas de cianuro, Sararat –o Am Cianuro– fue acabando con la vida de al menos esas catorce víctimas. Fue con la última, su amiga íntima Siriporn Kahnwong, de 32 años, cuando sus acciones dejaron de ser exitosas, ya que la familia de la fallecida exigió una autopsia profunda, la cual demostró que existían altos niveles de cianuro en sus órganos vitales. Justo antes del envenenamiento, ambas –la asesinada y la asesina, camino de serlo en serie– habían ido a liberar peces a un río, práctica habitual del budista que, según sus creencias, suele desembocar en buen karma. Queda claro que las supersticiones no cotizan en bolsa ya que la joven, tras soltar los peces, sucumbió al veneno dejando de respirar. 

Am Cinauro, dos años antes, le dio a otra amiga el mismo caramelo rebozado de ponzoña que casi se la llevó por delante. En su caso, la rápida actuación del hospital más cercano esquivó un deceso seguro. Pero aquella dama se quedó con la mosca detrás de la oreja aunque sin denunciar, ya que la presunta asesina en serie tenía como as en la manga a su ex, un jefe de la policía de su provincia, que aunque divorciado, seguía compartiendo casa con Sararat, y lo que es peor, le había ayudado a ocultar pruebas. Cuando todo este escándalo salió a la luz hace ahora un año y medio, fue cuando la renacida acudió a denunciar a Sararat, que según otras informaciones, podría, en realidad, haber acabado con la vida de 25 personas, lo cual la encumbraría como la mayor asesina en serie tailandesa, indiferentemente de su género, cuando a nivel mundial estaría entre las primeras posiciones de toda la historia documentada de la humanidad. 

Como con sólo un juicio ya ha sido sentenciada a la pena de muerte, se teme que cuando el resto de litigios concluyan, y siga siendo culpable, las posibilidades de que las autoridades tailandesas la ejecuten sea alta. La propia población siamesa, favorable a la pena capital según encuestas oficiales, desea que le quiten la vida dada la saña y efectividad con la que actuó la ya conocida como Am Cianuro. En 2018, tras muchos años sin ejecuciones, se ajustició a un sentenciado a muerte. Y este caso, que sobrepasa a cualquier guionista enloquecido, parece llevar el marchamo del cumplimiento de la sentencia, para que el pueblo tailandés, que se expresa de manera radical en los foros de las redes sociales sobre el asunto, siga respetando y defendiendo a su sistema judicial. 

Los jóvenes de Laos

Sin embargo, el asunto laosiano es el más difícil de comprender si desde el exterior nos asomáramos a él. Un país aún algo hermético donde gobierna el comunismo sin intenciones de repartir su tarta, se ve cegado por los medios –y varios cuerpos diplomáticos– que señalan la brutal negligencia acontecida en el hostal Nana Backpackers de la ciudad de Van Vieng, donde se alojaron seis jovencísimos turistas –todos mochileros: habitaciones a quince dólares– que fallecieron tras haber consumido chupitos variados aderezados con metanol, que además, se sirvieron gratis para tratar de captar a un mayor número de clientes. La belleza de todos esos muchachos, jóvenes de entre 19 y 23 años que recorrían el sudeste asiático, asusta al asumirlos muertos. Y como anunciaba en este texto, Laos acaba, a su vez, de administrarse otra dosis letal de metanol o cianuro de cara a sus ingresos por turismo: veremos ahora qué decidirán los que cabalgan por el sudeste asiático deseosos de fiesta ininterrumpida, cuando el mayor eco a esta dramática noticia habría llegado a los que sí visitan Laos con ganas de gastar mucho dinero en alguno de sus exclusivos hoteles, que sin ser demasiados, cada año ascienden en número. 

Van Vieng es una ciudad sin espesor turístico donde sin embargo se detienen algunos mochileros que multiplican su libertad. Su situación geográfica, entre la turística Luang Prabang y Vientián, capital del país, ayuda a que su economía mejore. Hay que reconocer que el río que la cruza, el Nam Song, fomenta que las noches de hotel al menos existan. Y en la ribera, se producen ciertas masificaciones de jóvenes que beben –¿y quién no lo hace?– pensando, como mucho, en una fuerte resaca al día siguiente. 

El desastre laosiano tiene que ver con que el impuesto al alcohol a veces es alto y los que engañan deciden arriesgar introduciendo metanol, que aunque sirva como anticongelante, consumido en chupitos es letal. Australianas, británicas, americanas y daneses, en algunos casos recién superada la mayoría de edad, han dejado a sus familias resacosas de por vida cuando la imagen de Laos, único país sin salida al mar del sudeste asiático, ha vuelto a quedar muy en entredicho. Sobre todo, porque el gobierno tampoco se ha hecho cargo de la situación, alejándose de cualquier comunicado público. Eso sí, el encargado y dueño del hostal lleva entre rejas desde tan caótica noche. 

Que casi todos los jóvenes fallecieran en hospitales tailandeses, también apunta a Laos y su manera de crecer en este mundo que vivimos, donde China invierte para el bienestar propagandístico de los suyos poniendo en marcha trenes de nuevo cuño y construyendo el estadio nacional, cuando los hospitales y carreteras brillan por su ausencia y los minerales y arroz que empresas estatales chinas recogen en Laos se envían a su país. «Es cierto que los chinos han construido un tren que atraviesa Laos desde la provincia china de Yunnan y que se espera algún día finalice su trayecto en Tailandia; pero la realidad es que entre Thakhek –ciudad secundaria laosiana de 70.000 habitantes, en la ribera del Mekong– y la capital –sólo distan en 336 km– se emplea conduciendo un coche entre siete y ocho horas». Y no hay tráfico, añado yo. Solamente que las carreteras son tercermundistas, repletas de baches, cuando no directamente de agujeros inmensos. Y que no llueva, porque con la seudocarretera encharcada, las horas se multiplican de manera irremisible. 

El cariñoso sudeste asiático, el de la sonrisa porque sí y los precios de risa para dormir y comer de manera notable, muestra esa cara que derrota a la nueva civilización: aquella que piensa que la guerra sólo es pasado muy lejano y que el ser humano siempre es justamente eso: humano. Porque la bomba atómica no fue creada por el Big Bang. 

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