Los orígenes del vampirismo se remontan hasta el Antiguo Egipto y se abrazan a las sacerdotisas de Nu-Isis y el reinado de Sobek-Nefer-Ra (más conocida como Neferusobek) y, más concretamente, quedan ligados al control del lado material del ser (también llamado ka) por parte de la figura del nigromante, esto es, de aquel practicante de magia negra capaz de traspasar con sus poderes el limes entre muertos y vivos. Lo que el vampirismo atemporal representa, en definitiva, es el intercambio de energía que se produce, por lo general entre amantes, a través de la magia sexual, una unión mística que termina por debilitar al anfitrión y alimentar al vampiro.
No se ha precisado un inicio exacto para la genealogía del vampiro, cuyo arquetipo se remonta hasta la licantropía ancestral de la primera humanidad, pero sí consta de un destino: el linaje, la sangre como búsqueda de la inmortalidad, que Hunter S. Thompson sutilmente relacionó con el adrenocromo en su novela de culto Miedo y Asco en las Vegas (1971). La palabra “nosferatu”, popularizada por Bram Stoker, se empleaba en Rumanía para nombrar al vampiro, igual que era utilizado “wurdulac” en el mundo eslavo que ha logrado exportar su arquetipo, por medio de Vlad Tepes, el empalador de Valaquia y enviado del dragón, al resto de la humanidad.
La presencia del vampiro, por lo tanto, se encuentra en numerosas culturas: la sed de poder extirpando energía del huésped “vampirizado”, los viajes astrales del brujo, el control sobre los animales propio de un flautista de Hamelín hodierno se pueden rastrear en figuras de lo más variopintas: en Japón, el Rokurokubi se transmuta en serpiente. Más allá de su concreta materialidad folclórica, lo que importa es que el vampiro es un no-muerto que sobrevive desde una época pasada para encarnar en el Mundo Moderno. Valentine Penrose, musa del surrealismo, escribió en 1975: «Qué me debías de esa casaca rosa /Cuando todavía amaba respirar /Con el tiempo desde el dosel de madera del lecho /Llevaste al bosque todas tus ramas /Yo escuchaba tu sangre en tus dulces cabellos /Yo escuchaba el viento a millares de años» (La bella durmiente del bosque).
El mago Kenneth Grant, para cuyo sistema de «magia tifoniana» el vampiro resultaba central, escribió en su libro sobre el Renacimiento mágico: «Si Bram Stoker demostró ser un canal para la antigua tradición mágica en La joya de las siete estrellas, hizo aún más en su célebre Drácula para reavivar el interés por la presencia en medio de la humanidad de fuerzas extrañas. La historia no es totalmente ficticia. La fuerza vampírica es muy real, y opera hoy como antaño de las formas más insidiosas e insospechadas». La Lilith andrógina de la Gnosis Primordial que violaba repetidamente a Adán en el Paraíso, antes de la existencia de Eva y después de que el demiurgo fuera burlado por la serpiente, o la figura histórica de Erzsébet Báthory, condesa húngara y sangrienta que asesinaba vírgenes para deleitarse con sus restos, corroboran el indudable origen femenino del mitologema… Que ahora Robert Eggers ha remarcado con su última película.
En la literatura moderna, destaca el poema en dos partes titulado Christabel (1797 y 1800), de Samuel Taylor Coleridge, al que más tarde seguirán numerosas representaciones: El vampiro (1819) Lord Ruthven, de John William Polidori y Carmila (1872), de Sheridan Le Fanu, hasta llegar al célebre Drácula (1897), al que Bram Stoker, destacado ocultista y miembro de la Aurora Dorada (Golden Dawn) añadirá una continuación mucho menos exitosa en La joya de las siete estrellas (1903), de principios del siglo XX.
Y por fin llegamos a Nosferatu: Una sinfonía del horror (1922), una de las mayores películas jamás hechas, que compone junto a Metrópolis (Fritz Lang, 1927), la cumbre del cine hermético dentro del así llamado «expresionismo alemán». Fue la viuda de Stoker, precisamente, la que se negó a cederle los derechos a Friedrich Wilhelm Murnau, que aun así contrató al escritor Henrik Galeen para que adoptara la novela de forma no oficial. En la versión de esa misma historia que acaba de estrenar Robert Eggers (2024), queda muy claro, desde la primera escena, aquello que oculta la historia de Stoker: un pacto ritualístico entre una mujer, la bruja, y una entidad no-humana y draconiana, de naturaleza maligna. El primer jalón, como decimos, es siempre femenino, aunque la naturaleza del vampiro esté asociada al varón.
Más tarde, artistas de la talla de Werner Herzog (Nosferatu, 1979) y Francis Ford Coppola (Drácula, 1992), canalizaron el arquetipo una vez más para el cine, mientras que Ken Russell lo homenajeó por partida doble (Gothic, de 1986, y La guarida del gusano blanco, 1988), Gonzalo Suárez hizo lo propio a propósito de la misma historia (Remando al viento, 1987) y finalmente E. Elias Merhige, que realizó el filme más metaficcional y hermético en La sombra del vampiro (Shadow of the Vampire, 2000), una película producida por Nicolas Cage (Saturn Films) y protagonizada por John Malkovich y Willem Dafoe, donde la realidad y la ficción se confunden a propósito de la historia detrás del rodaje de la cinta original de Murnau.
La película de Eggers, donde se cita explícitamente la filosofía oculta de Paracelso y Agripa, prosigue por el camino hermético de La sombra del vampiro reconvirtiendo a Dafoe, inolvidable Conde Orlock en la película de E. Elias Merhige, en un cazavampiros junguiano en la cinta de Eggers. El filme protagonizado por Nicholas Hoult, Lily-Rose Depp y Bill Skarsgård deslumbra en lo visual, abruma con su retórica, y sobre todo salva el escollo de verse acompañado por la sombra de sus precursores gracias al gran talento de su director… Si acaso peca de cierto academicismo; pero, a pesar de ello, Eggers ha logrado revivir al monstruo y hacerlo tan aterrador como siempre, dejando con ello su mejor película desde la ya mítica The Witch (2015).
Si hay un vampiro por encima de los demás en la Historia del Cine, ese es precisamente el séptimo arte, la más hermética y terminal de las manifestaciones artísticas en Occidente, también aquella que más brutamente trabaja por medio de las imágenes y donde la cámara se alimenta del espectador que osa invocarlo. Declarado ocultista, estudioso de la alquimia y del Corpus Hermeticum, seguidor de Jakob Böhme y Giordano Bruno, E. Elias Merhige, que confiesa ser grado 18 de la masonería, afirma: «Si todo emanó de esta única deidad, ¿cómo reconciliar el mal con el bien? Lo que estaba haciendo el cristianismo era separarlo entre el cielo y el infierno. Lo que hace el hermetismo es conectarlo todo». Eggers, que ya ha trabajado sobre la brujería y la licantropía en el pasado, trabaja tras su estela, mostrando precisamente en el personaje de Dafoe un conocimiento explícito de hermetismo que enriquece la percepción del Bien y del Mal que muestra su Nosferatu (2024).
Para E. Elias Merhige, como seguro que también para Coppola, Herzog, Russell y por supuesto también para Eggers, la poesía es la musa del cine, su gran antecesora incluso por delante de la pintura: Ut pictura poesis. Y eso explica, más que nada, la fuerza de las imágenes del vampiro en cada nueva adaptación cinematográfica, como una vez más indica con sabiduría el director de La sombra del vampiro: «El arte es la gran redención de la vida, donde lo que sabemos y entendemos de nuestras experiencias, nuestras emociones, nuestros sentimientos, todo se desvanece y podemos penetrar en la esencia interior, en alguna naturaleza eterna mística de las cosas y comprender cómo funciona todo». Ese es el tipo de cine, tan atemporal e imperecedero, que Robert Eggers ha querido ofrecer con su particular versión del mito.