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23 Dic 2024
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La angustia fecunda de Martin Heidegger

El sentido del ser destaca como la más alta aspiración espiritual e intelectual en el hombre. Solo así uno deja de estar «arrojado a la existencia»

¿Qué es la Modernidad? Una crisis histórica del pensamiento que se tornó especialmente disolvente en los últimos compases del siglo XIX, así como en la primera mitad del siglo XX. Por eso mismo, a los hijos del siglo XXI dicha crisis sólo puede parecernos algo viejísimo, obsoleto, por cuanto irrumpió hace siglos en Occidente, como un agente vírico malicioso y de procedencia extranjera, interrumpiendo toda una ontología transcrita por Aristóteles y sus discípulos y reintroducida posteriormente en la Edad Media a través de los musulmanes y de algunos destacados teólogos como San Alberto Magno o Santo Tomás de Aquino, que estalló en mil pedazos con la llegada del cartesianismo, el iluminismo y el racionalismo cientificista propio de la física y la matemática materialistas.

Por suerte para nosotros, el Reino de la Cantidad, ese voluntarismo despótico del racionalismo, se vio superado por la Poesía y la Fantasía del Romanticismo alemán… Aunque los contemporáneos de la coyuntura todavía no hayamos despertado a dicha resolución; o, por mejor decir, aunque la técnica, tan en auge estos días por medio de la así llamada «Inteligencia Artificial», no se dé por aludida, empeñada, como lo está, en dominarlo todo sin pararse a pensar, a contemplar, a ser contemplada por el Ser, y a convertirse en Arte con ello. La razón propia del cientificismo, creyendo retirar los límites del universo, en realidad nos ha arrebatado la capacidad de amar y de ser amados en el cosmos; y, con ello, nos ha condenado al exilio de un mundo desencantado y burgués donde todo se rige por la lógica del beneficio y la eficiencia.

Podemos concluir que la pregunta por el origen del ser es, desde el punto de vista del pensamiento filosófico, nuestro presente y, sobre todo, nuestro futuro más acuciante. En esto, como en casi todo lo demás, fue Martin Heidegger quien con mayor hondura entendió la importancia del actual momento en términos netamente metapolíticos: «La metafísica del Dasein debe, de acuerdo con su estructura más interna, ahondarse y expandirse a una metafísica del pueblo histórico». Un dilema tan trascendental que sólo puede emanar de la más fecunda de las angustias, tanto en el plano personal como en el colectivo. La propia pregunta, por lo tanto, a través de su mero planteamiento, supone ya una superación dialéctica del problema, un paso de la dimensión teórica al plano de la acción a través de la simple enunciación formal.

Preguntar y, muy especialmente, hacerlo desde una actitud que parte de saber por qué se pregunta (Das Gefragte) es la principal vía para transitar desde una «existencia arrojada», desnuda e inauténtica hacia la «existencia angustiada», primero, y auténtica, después, que el filósofo alemán anunció, en continuo diálogo con su daimon, con Eros, con más visión de futuro que ningún otro filósofo del siglo XX. La filosofía de Heidegger no pretende otra cosa que habilitar una transfiguración que es tanto metahistórica y metapolítica como a la postre personal: el paso del Dasein al Existenz, de la angustia a la esperanza, por medio de la aparición de un dios que surgirá de la misma necesidad histórica que tenemos de que una deidad nos salve.

El sentido del ser destaca como la más alta aspiración espiritual e intelectual en el hombre; y es una búsqueda que va implícita en la «pregunta por el origen del ser»: una cima del saber que hace devoción de la filosofía. Sólo así uno deja de estar «arrojado a la existencia» (Geworfenheit), como lo estamos nosotros en el plano común y en el personal, para a cambio comenzar a desvelar la potencia del ser que en esencia somos. En este mundo hipertecnificado todos somos un «uno», un sujeto más perdido entre «la masa» (das Man), atrapados en la coexistencia con otros «semejantes» (Mitsein), pero en el fondo ese es sólo el necesario paso previo para la verdadera transfiguración que nos llevará hasta el «ser único», total y necesario de la existencia propia. El contacto con todo límite y toda finitud, con toda resistencia del «no-Ser» y con toda muerte, no es sino un contacto directo con la metafísica.

Lo que nos angustia no es la muerte en sí, sino el más mínimo contacto con el «no-Ser», con la aterradora imposibilidad de la existencia; y que nadie se engañe: esos «estados de ánimo» en Heidegger de los que sabiamente habla Hugo Mújica no son sino escollos psicológicos que evidencian una problemática más honda, de naturaleza ontológica, donde a través del preguntarse se juega la verdadera batalla por la Historia. En el seno del tedio burgués está la clave para su necesaria revelación: es la llamada de la angustia, de una estrechez donde el ser humano comienza a preguntarse y a buscar y, así, a encontrar una salida a la senda yerma de la Modernidad cartesiana, donde por fin comienza el camino que conduje hacia la «existencia auténtica».

El «ser-para-la-muerte» (Sein-zum-Tode) parte de una existencia angustiada para alejarse de la masa: «Los dos momentos constitutivos de la curiosidad, la incapacidad de quedarse en el mundo circundante y la distracción hacia nuevas posibilidades, fundan el tercer carácter esencial de este fenómeno, que nosotros denominamos la carencia de morada». La angustia entendida desde presupuestos ontológicos no es otra cosa que una buena disposición para una existencia transfigurada, a través de la creatividad que el «ser para la muerte» se confiere a sí mismo: «La angustia del osado no tolera que se le contraponga a la alegría o al gozo apacible de un vivir afanoso y sosegado. Más allá de tal contraposición late una secreta alianza entre esa angustia y la serenidad y la dulzura del acto creador».

Prosigue: «Si la existencia concreta ligada a su destino existe esencialmente como un estar en el mundo en medio de los otros, su suceder es un con-suceder determinado como destino. Designo con este término al suceder de la comunidad, del pueblo de cada uno. El destino no se compone de destinos singulares agrupados, del mismo modo que el estar con otro tampoco puede ser concebido como la reunión aditiva de varios sujetos. En el estar con otro en el mismo mundo y en la decisión para dar realidad a determinadas posibilidades están de antemano dirigidos los destinos singulares. La condición de destino que tiene la pertenencia de un hombre a su pueblo, en y con su generación, constituye el pleno y auténtico suceder de la existencia».

Como ocurre con todos aquellos que se han preocupado por «la primera pregunta del ser», por la incógnita abierta del origen, el pensamiento de Martin Heidegger nos empuja directamente hacia la realización de una acción en un presente que pronto encarnará en el futuro. Hay en la filosofía heideggeriana un innegable optimismo teleológico, una sensata esperanza escatológica que se hace especialmente patente en la obra de sus más valiosos continuadores, tales como Alexander Dugin; y es que, cansados de repeticiones absurdas y callejones sin salida del espíritu, los hijos del siglo XXI ya sólo atendemos con entusiasmo al anuncio de una novedad venidera presente en el pensamiento del autor de Ser y tiempo (Sein und Zeit, 1927).

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