En el día de su 93 cumpleaños, Don Dalmacio Negro Pavón, el más importante pensador político de España en el último medio siglo, abandonó este mundo. Incapaz de esperar al nacimiento del Mesías, nuestro pensador más católico decidió irse con él en plena Navidad, tan solo unos días después de que otro gigante del pensamiento español en la segunda mitad del siglo XX, el historiador Luis Suárez, perdiera la vida, ya centenario. Dalmacio supo aunar como nadie la comprensión conceptual de lo político en su esencia más pura con el espíritu típicamente quijotesco del español que no se arredra a la hora de cazar gigantes y minotauros.
Ante todo, Dalmacio Negro es famoso en España por haber introducido una noción que resulta casi científica, dentro del ámbito de la teoría política, como es la de «ley de hierro de las oligarquías», de Robert Michels, en un país que hace muchos años que perdió a sus grandes representantes dentro de este ámbito, a saber: Francisco Javier Conde, Luis Díaz del Corral, Gonzalo Fernández de la Mora, Álvaro d’Ors, Jesús Neira o Antonio García-Trevijano, entre tantos otros. Y no sólo eso: me atrevería a decir que, bajo el ala protectora de Dalmacio, gente de los más distintos ámbitos y de generaciones de lo más dispares hemos (re)descubierto a pensadores clásicos de la teoría política: Carl Schmitt, John Gray o Augusto del Noce no volverán a ser leídos igual tras la exégesis dalmaciana.
Dalmacio Negro, hombre pequeño en su apariencia exterior y a todas luces genial en lo relativo al carácter, tenía tanto de Baltasar Gracián como de Alonso Quijano: erudito sintético y conceptista, por un lado, y valiente caballero andante en continuo aprendizaje, por otro. Hijo de su tiempo y pensador político profundamente católico e historicista, entendía que las dos «guerras civiles europeas» suponían, como antes la Reforma Protestante y sobre todo la Revolución Francesa, una importante cesura dentro de la Historia de Occidente. La más devastadora de las guerras, debido a los medios tecnocientíficos empleados, había acabado por engendrar el más invisible de los regímenes totalitarios, no por liberal y socialdemócrata menos aplastante, cabe agregar con la vista puesta en el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca.
Con la «movilización total» posterior a la IGM y a su natural continuación y culmen, todo el pueblo occidental se convirtió, desde el campesino a la ama de casa, pasando por el obrero o el empresario, en un soldado en potencia; y también el campo de batalla se trasladó de las trincheras a las grandes ciudades, con el potencial destructivo de la aviación y la artillería moderna. A partir de ese momento, cualquier elemento que quedara fuera del Estado pasó a ser, como supo analizar Dalmacio mejor que nadie en nuestra lengua, un enemigo potencial del propio a
parato estatal.
Igual que ese potencial destructivo pasó del ámbito militar al civil en el contexto, no del fascismo y el socialismo, como cabría suponer, sino también del liberalismo, la propaganda de guerra se erigió como nuevo paradigma mediático en lo relativo al ámbito de la comunicación y la supuesta información. En palabras del maestro: «La propaganda sostiene la atrocidad de los hechos con la atrocidad de los sentimientos». Y es por máximas como esta que el pensamiento de Dalmacio Negro no ha cesado de ganar actualidad en ningún momento, sino que a cada instante se muestra más y más futurista.
Esa misma «movilización total» que convierte al capital humano, bajo la excusa de unas circunstancias especiales, en material de guerra, comenzó en la así llamada «angloesfera», compuesta por Inglaterra, Estados Unidos y Canadá, y más tarde se extendió a Europa y a otras latitudes del mundo, al punto de que para el conjunto de Occidente los problemas de este autodenominado «ombligo del mundo» se han vuelto universales, aunque quizás sería mejor decir que «universalistas», a la manera de Curtis Yarvin y Nick Land.
Tanto Estados Unidos, a un lado del océano, como la Alemania nazi, al otro, se levantan al término de la Segunda Guerra Mundial como la cara y la cruz de una misma cultura puesta al servicio de la «voluntad de poder». El avance de la tecnociencia permite, a partir de ese preciso punto de la Historia (y no de ningún instante anterior), la implementación de nuevas posibilidades hasta ese momento reservadas al ámbito especulativo y fantasioso de la ciencia-ficción: «El poder ha adquirido la capacidad, en la guerra o en vistas a la guerra, de exigir a la nación lo que un monarca lo que un monarca feudal ni siquiera habría soñado». Sólo que hoy, con el paso de la oligarquía a la oclocracia, esas posibilidades están en manos de una caterva de idiotas democráticamente electos (risas).
Lejos de morir, el poder absoluto se fortaleció tras la época de las revoluciones iniciada en Francia y renacida con una nueva dimensión tras la sangría soviética. Escribe, una vez más, Dalmacio Negro: «La sala de máquinas creada por la monarquía no ha hecho más que perfeccionarse; sus palancas materiales y morales son capaces de penetrar progresivamente en el interior de la sociedad y de apoderarse de los recursos humanos de un modo cada vez más irresistible». En estas palabras queda cifrada la esencia política del siglo XX… Una sustancia inconfundible que, con el paso de las primeras décadas del siglo XXI, no ha hecho sino aumentar su presencia en la Historia.
La pasividad del pueblo, supuesto soberano en realidad tiranizado en beneficio del interés de lo «público», que apenas si disimula el interés financiero de la oligarquía, es la gran particularidad de la política moderna. Con la muerte de la nación el pueblo entiende el Poder desde una lógica espuria, la de la abstracción, y habla de “ellos”, un ente apenas identificable, dado que es incapaz de asimilar que el Estado proveedor y salvífico es en realidad un asesino preciso puesto al servicio exclusivo de su propia pervivencia.
La esencia misma
Nadie, como Dalmacio Negro, nos ha ayudado a entender la esencia misma de esa oligarquía que se pretende todopoderosa, impune, despótica y, por descontado, «terapéutica», por cuanto pretende velar «ilustradamente» por nuestro bienestar: «Hoy como siempre, el Poder lo ejerce un puñado de hombres que controlan la sala de máquinas. Este grupo lo constituyen lo que se llama el Poder, y su relación con los hombres es una relación de mando». Si Don Quijote, arquetipo español, confundía a los molinos de viento con gigantes, Don Dalmacio, igualmente atrevido y gallardo, nos ha ayudado como nadie a desenmascarar al Minotauro, para poder mirar de frente a los ojos de su monstruoso rostro demoníaco: esa misma valentía entraña el corazón de su perenne juventud intelectual.
La cultura humanística responde a un saber que, como en otro ámbito ocurre en el mundo del hermetismo y la iniciación, necesariamente debe pasar de maestros a alumnos, por eso cabe citar a Epicuro, cuyo discípulo más destacado, Lucrecio, escribió en el De rerum natura todo un poema épico con resonancias cosmogónicas para exaltar a la par que glosar su figura: «Cuando la vida humana yacía a la vista de todos torpemente postrada en tierra, un griego osó el primero elevar sus perecederos ojos y rebelarse… Nada es la muerte y en nada nos afecta».
A diferencia de Epicuro o Lucrecio, dos autores clásicos redescubiertos en pleno Renacimiento y a los que muchos pensadores contemporáneos han querido ver como exponentes tempranos del materialismo, Dalmacio Negro fue ante todo un pensador eminentemente católico, un defensor de Europa y de la libertad entendidos como sinónimos. Para él son válidas las máximas del epicúreo: «El sabio ni desea la vida ni la rehúye, porque para él vivir no es un mal, ni considera que lo sea la muerte. La meditación y el arte de vivir y de morir bien son una y la misma cosa». Sólo que él, después de sonreír con la cita, habría evocado a su vez la revelación del cristianismo, su testimonio de fe, como prueba segura de vida eterna tras la muerte. Descanse en paz.