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16 Sep 2024
16 Sep 2024
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El invierno de Paul Auster

Auster, no has muerto. No: eres sólo un hombre atrapado en una habitación cerrada, como tu controvertido personaje Nick Bowen, un hombre al que quizás ya nunca podamos rescatar de su reclusión.

El azar, eso que los antiguos llamaban Fortuna, discurre así: sin apenas tiempo para despedir a un gran escritor norteamericano como John Barth, muerto el pasado día 2 de abril, toca decir adiós a otro de los más relevantes autores de nuestro tiempo, Paul Auster, fallecido en las últimas horas, tras padecer una larga enfermedad.

Muchos te recordarán por lograr para un amplio público lo que otros escritores, como Kafka, consiguieron para un grupo de lectores marginal; por mi parte, te recordaré por haberme dicho lo que necesitaba escuchar en el momento adecuado: no estás solo en tu obsesión por la literatura, y por nada más que por la literatura, encerrado aquí, en tu pequeña habitación plagada de libros y cuadernos.

Hablaste conmigo, sí, narrando historias de escritores que viven pensando en escritores, historias como la de Marco Stanley Fogg, un huérfano que decide anular su vida exterior para a cambio vivir en el interior de una habitación llena de libros y cuadernos, de la que apenas si sale, en la que casi no se alimenta, y donde única y exclusivamente se dedica a leer, sin atender a las consecuencias pragmáticas de tan radical decisión. Así son los obsesos y marginados de tus libros: ascetas de la vida interior y de la literatura, que es exactamente lo mismo que descubrí de mi propio ser a la luz de la lectura de tus libros. Porque yo también soy un personaje de Auster.

Hemos perdido a un escritor grande, condenadamente grande, al que muchos han querido despreciar por vocación: odiar a Paul Auster es una moda altamente rentable en la crítica literaria actual; a cambio, debo confesar que yo te admiro y que, si soy escritor, en parte es debido a la impresión que me causó leer tu célebre Trilogía de Nueva York a la tierna edad de 12 años. Sugiere la risa, de tan tópico (y no por ello menos cierto), esto que te acabo de confesar, aunque desde entonces no he parado de releer tu obra con asombro, compulsión y enorme placer; también en estas semanas de atrás, las últimas semanas de tu vida.

Encontrando en tus páginas, a pesar de los altibajos disculpables en una producción tan amplia, los rasgos propios del escritor que, junto a Murakami, mejor ha sabido tender un puente entre el gran público y la gran literatura, al menos en esta época donde al gran público parece importarle cada vez menos la gran literatura. Abriste para mí un canon que compone la médula espinal de mis gustos literarios, donde por supuesto estás incluido: Chandler, Beckett, Calvino y, sobre todos los demás que no menciono, a Thoreau; creándome, al tiempo que los leía y que te leía, una necesidad imborrable de escribir en cuadernos (rojos, marrones, azules), y enseñándome que el thriller no está necesariamente enfrentado con los temas complejos, al menos cuando es un maestro quien despunta detrás de las bambalinas.

Gracias a ti descubrí que la forma literaria puede tener una correspondencia directa con el fondo, entre otras muchas cosas; pero, por encima de todas las formalidades que pueda decir aquí, hablaste a mi yo profundo desde la primera línea, y con ello me enseñaste que no estaba solo en mi voluntad ciega de vivir por y para la literatura. De forma exclusiva y a buen seguro excluyente: solo la literatura. Sin atender a las exigencias del mundo exterior, con su tedioso pragmatismo y su tenaz exigencia inane. Eres un maestro y, como todos los de tu condición, sabías hacer que lo difícil apareciera a cambio como algo muy fácil, incluso evidente. Estabas obsesionado por la casualidad y el azar, esto es, por la lógica (o ausencia de) que hay detrás de los acontecimientos. Porque tu pertinaz referencia a la casualidad tiene mucho de causalidad, contra lo que muchos dicen y pocos comprenden en profundidad, y es por eso que ha sido el motor narrativo de todas tus ficciones.

Su obra

Al comienzo de tu obra más personal, Diario de invierno, escribías: “Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”. Y ahora la muerte, a la que diste una forma única en tu novela más extensa, la infravalorada 4,3,2,1, te ha sucedido a ti, dejándote para siempre atrapado en la habitación cerrada de la posteridad. El lugar donde tus lectores, a partir de este momento, tendremos que peregrinar para visitarte.

Todos tus libros eran cajas chinas. Juegos de espejos. Complejos cuentos de cuentos sobre escritores que escriben de escritores. Algo que resulta evidente en obras como Leviatán, La música del azar, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo o El palacio de la luna. Eres el autor de un mundo propio (como suele decirse) donde todas tus obras resultaban idénticas dentro de sus considerables diferencias, como si fueran variaciones de un mismo motivo que se repetía obsesivamente hasta en sus chistes, sin miedo ni complejos por postergar la conclusión de las tramas. Tus obras son sueños llenos de correspondencias místicas y de terribles tragedias, tal y como aparece la vida a ojos del mundo interior donde late la forma más descarnada de Arte.

En una de tus novelas dejaste esculpido tu credo mínimo, esa confesión íntima que late en todas las páginas, a pesar de las diferencias que encontramos en cada una de ellas: “La historia trata de un hombre que debe matar a la persona que lo ha creado, ¿y por qué fingir que no soy yo esa persona? Incluyéndome en la narración, la historia se hace real. O lo contrario, yo me vuelvo irreal: un producto más de mi propia imaginación. Lo real y lo imaginado son una sola cosa. Los pensamientos son reales, incluso las ideas de cosas irreales.”.

Me resisto a creer que Auster haya muerto. Hasta ese punto te he considerado, libro tras libro, más un amigo que un autor. Eso es: has sido un amigo de los que se sienta a tu lado en una noche de abundante lluvia para compartir, por medio del relato oral, sus sueños y desvelos, que acaso acaban también por ser los tuyos; y ahora, ridículamente emocionado por la noticia de tu desaparición, no puedo creer que ese tipo alto, imaginativo y de voz delicada esté muerto. No: eres sólo un hombre atrapado en una habitación cerrada, como tu controvertido personaje Nick Bowen, un hombre al que quizás ya nunca podamos rescatar de su reclusión.

No soy yo quien te escribe, sin embargo, no soy yo. No. Porque ahora soy un adulto que escribe acerca de un adolescente muerto. Eso es: alguien cuyos leves recuerdos apenas resplandecen en medio de un naufragio que se produce sobre un mar de tinieblas. Es una voz del pasado, esa que te habla aquí, una voz que te escribe tan solo para darte las gracias, ahora que no te es dado escuchar, encerrado, como lo estás, dentro de tu habitación oscura. Que el invierno le sea leve, Señor Auster.

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Robyn Beck/AFP via Getty Images

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