Nacida en la parte occidental de Ucrania, pronto migró junto a su familia a Minsk, donde estudió Periodismo en la Universidad Central. Después de debatirse entre esta profesión y la docencia, profesión de tradición familiar, decidió apostar claramente por la escritura periodística reformulando el formato collage, un género con cierta notoriedad después de las famosas obras Manhattan Transfer o La colmena en el ámbito hispano.
Svetlana quiso adaptar esta sensibilidad narrativa a su obra periodística y durante años recopiló material de documentación para sus ensayos, que resultarían ser una suerte de montaje polifónico realizado mediante la experiencia de personas anónimas, sin apenas relevancia en la sociedad, pero con una potencia dramática difícilmente alcanzable por la ficción.
Años más tarde, la propia autora proclamaría: “… (yo) recojo y sigo la pista del espíritu humano allí donde el sufrimiento transforma al hombre pequeño en un gran hombre.” Siempre con una fijación por las situaciones límites a las que en ocasiones nos empuja la vida, al leer su obra resulta notorio que el bien, tanto como el mal, no son más que conceptos ergonómicos, útiles para guiarse en las interacciones autómatas que nos presenta la vida en su cotidianeidad, pero algo completamente desbordado cuando afrontamos la vida real de cualquier persona, expuesta a lo largo de su vida a procesos de cobardía, redención, piedad, crueldad, etc. Una escala de grises que resulta inasible para aquellos con querencia por la deformación maniquea de la realidad.
Una escritora incómoda
Siguiendo a Gustavo Bueno y su “pensar es siempre pensar contra alguien”, también se puede opinar lo mismo de la escritura. El acto de escribir resulta atractivo y enriquecedor cuando se produce en oposición a algo, especialmente si se produce en contra de aquellos lugares comunes que, muchas veces, se instalan en nuestra mente como referencias obligatorias a la hora de entender el mundo, cuando no son más que perspectivas fijadas de forma interesada, elementos de una cosmovisión definida por la cultura dominante.
En este sentido, la obra de la bielorrusa siempre ha sido un elemento incómodo para quien detentara el poder, ya desde su primera obra La guerra no tiene rostro de mujer (1985), que tuvo que esperar a la perestroika de Gorbachov para ver la luz. La autora recoge testimonios que rivalizan la versión oficial de los hechos, además de apuntalar las coordenadas de un feminismo basado en el valor del sufrimiento de las mujeres, muchas veces doble por estar constituido éste no sólo por el dolor inherente a la existencia soviética sino por contar, además, con la marginación, el menosprecio y la invisibilización propia de entornos como el ejército, la familia o el Partido, entornos en los que una hipotética figura de la mujer como alguien equiparado en méritos al hombre haría saltar por los aires todo el sistema cultural imperante.
Con una obra tan contestataria y desagradable para el régimen, la escritora tendrá que abandonar su país cuando Lukashenko llegue al poder en el año 2000 con un claro propósito de silenciar toda disidencia capaz de poner en jaque su poder, lo que daría comienzo a una enemistad que se ha fraguado a lo largo de los años. Después de ganar el Nobel de Literatura en 2015 (siendo la primera escritora en más de 50 años galardonada con una obra de no ficción), tuvo lugar un breve período de acercamiento tras el cual, en 2020, la escritora volverá a exiliarse tras haber apoyado decididamente en su carrera electoral a la disidente Tijanóvskaya, exilio que aún sufre en la actualidad. Antes de abandonar su patria, en un claro contexto de convulsión por el muy presumible fraude electoral que tuvo lugar en las elecciones de este año, la ensayista acusó al líder bielorruso de estar arrastrando al país a la guerra civil con su inmovilismo.
Su propuesta periodística
Siguiendo lo ya planteado, el periodismo de Aleksiévich supone una verdadera revolución en términos periodísticos al hacer desaparecer la labor del periodista como “gatekeeper”, como agente controlador de lo válido, lo decible y lo publicable. Aleksiévich relata con gran fidelidad (e integridad moral) incluso las intuiciones que son contrarias a su planteamiento, especialmente en el El fin del homo Sovieticus, donde la autora se hace presente en la interlocución con el entrevistado siempre desde una perspectiva de igual a igual, como un elemento más de la conversación.
Ella, en su condición de represaliada del régimen postcomunista, se opone a la nostalgia propia de quien vivió la etapa soviética desde un lugar mucho más favorecido, y en esta síntesis que el ensayo recoge de forma magistral se aprecia la verdad entendida como algo inalcanzable, el producto final de diversas vivencias, un diálogo con tintes socráticos en el que dar cuenta de la propia ignorancia resulta un regalo para las almas valerosas y un ataque para las frágiles. Quizás, el periodismo de la bielorrusa no sea más que una invitación a la comprensión humana.