Escultura de Hércules del museo capitolino de Roma (S. II a.c)/ Imagen de museicapitolini.org
Hay signos portentosos que aparecen en el ciclo del héroe ya desde la más tierna infancia. O acaso están ya insertos en nuestra mirada. Quizá todos los padres quieren mirar a las cunas de sus hijos y adivinar algún indicio providencial de una inteligencia o una fortaleza más allá de lo común, señales que profeticen acaso un futuro halagüeño o la inconfundible intuición de que ese niño o esa niña van a cambiar el curso de los acontecimientos en el universo. Pero cabe preguntarse si acaso puede ser de otra manera. O cuestionarse si cada nacimiento no es en sí mismo un evento de dimensiones cosmogónicas y cosmológicas que, por definición, ha de cambiar el universo necesariamente. O quizás si ese cambio es permanente y no admite posible indiferencia hacia los seres que van generándose y deviniendo en su curso en evolución, en el fluir del tiempo y de las edades. En todo caso, independientemente de la certeza o la falta de certeza sobre el carácter único de cada ser que se da en el tiempo y en el espacio –o en las demás coordenadas aún ignotas para nosotros–, no cabe dudar de que el héroe está marcado por una serie de señales providenciales y únicas que se perciben ya en su tierna niñez.
Así ocurre en el ciclo quintaesencial que ocupa nuestro espacio y tiempo en esta columna, el de Hércules. Hay que recordar que apenas nacido, el hijo extraño, híbrido retoño de una estirpe medio divina y medio humana, concebido en circunstancias portentosas con el curso del tiempo y del espacio detenidos por el designio del padre Zeus, Hércules digo, hubo de enfrentarse con retos nada desdeñables, que marcaron e hicieron mella en él de forma indeleble y que en su momento fueron recordados como señales portentosas de su futura gesta.
El peligro en la infancia del héroe
Así ocurrió, por ejemplo, cuando, aún entre pañales y en la cuna cabe su madre Alcmena, una insidia de su madrastra, la siempre envidiosa Hera, que detesta los frutos legítimos de su infiel marido, logró introducir en el lecho del bebé dos terribles serpientes (a veces descritas como dragones), que envió para que acabarán con el pequeño. Es conocido por las fuentes literarias de la mitología, y así vemos también en las artes plásticas desde las grecorromanas a las posteriores, que el retoño pudo asir una serpiente con cada poderosa manita y las estranguló sin mayor problema, creyendo acaso que jugaba con ellas a modo de sonajeros.
Otro episodio de la mitología en el que serpientes rondan la cuna de bebés, por cierto, lo refiere una glosa a los poemas homéricos, donde se describe la infancia portentosa de dos hijos de Príamo y Hécuba, reyes de Troya, los hermanos Casandra y Heleno, que iban a estar marcados por dones proféticos, ya fuera de índole extática o técnica, respectivamente. A su cuna instalada por sus padres en un templo de Apolo durante una noche para recibir sueños sagrados acudieron sendas serpientes que les rodearon ominosamente. Los ofidios, en vez de lastimar a los pequeños, se enroscaron a sus cuellos y lamieron sus orificios corporales de percepción del conocimiento, ojos y orejas. Con ello se prefiguraba su futura profesión de profetas.
La niñez se forja y se recuerda, la ancianidad se olvida
La marcas del héroe son numerosas en su niñez y nos recuerdan la intensidad con la que escudriñamos el proceso de crecimiento de los pequeños (otro ejemplo conocido es el legendario amamantamiento de Hércules por una engañada Hera, cuando recibe su famoso nombre en vez de Alcides, y que genera la Vía Láctea cuando la diosa se da cuenta de quién es el pequeño, como pintó Rubens en un conocido lienzo de El Prado). Pienso que acaso nadie se fija tanto en la ancianidad, el otro extremo del proceso biomitológico, y sus señales. Quizá sea porque la misión ya está cumplida y no hay tanto mérito en indagar donde todos ven claramente la profecía de la muerte. Pero en el caso de Heracles sí que lo haremos.