Desde hace algo más de quinientos años, o quizás antes, la razón rivaliza con lo emotivo dentro del ser humano, en parte debido a la extraña dicotomía que desde los clásicos atenienses se hace de la pureza del alma y lo corruptible del cuerpo, cuyo máximo exponente resultaría aquel de espaldas anchas, Platón, de cuyos escritos “la historia occidental no es más que una nota a pie de página” según la famosa cita de Alfred Whitehead. Hoy, el pensamiento humano sigue replicando el viejo conflicto interior, en entornos hiper-estimulantes que desbordan cualquier posibilidad de discriminar sosegadamente cuál es el modelo de vida bueno fuera de la espiral cortoplacista que caracteriza nuestro tiempo, incluso cuando el objetivo de estas preguntas sea algo tan relevante como qué persona escoger para compartir nuestra existencia.
Sí que fue hace algo más de quinientos años cuando se planteó la Fábula del asno de Buridán, que relata cómo el animal, a la misma distancia de dos montones con la misma cantidad de heno, es incapaz de decidir qué opción es mejor, por lo que acaba muriendo a las puertas de la abundancia. La fábula sirvió de crítica a los intentos de Buridán -escolástico francés- por hacer de las decisiones humanas algo susceptible de ser definido íntegramente de forma racional, sin acoger la parte emotiva y moral -o si se quiere imperfecta- de ellas.
En nuestros tiempos de turbo capitalismo y alienación, el filón racional ha derivado en un cálculo económico que inunda toda la vida social. La forma de vivir y sentir la vida actual integra conceptos de naturaleza económica como inversión, rentabilidad, rendimiento o coste de oportunidad: muy prácticos cuando se habla de manejar algo como un pequeño comercio pero patéticos si lo que se decide es qué hacer el viernes o con quién tener una cita.
El “mercado sexual y emotivo” no queda libre de esta invasión y sufre hoy más que nunca una tecnologización que impone nuevas formas de pensar, la tinderización de las relaciones, la aparición de juguetes sexuales muy sofisticados y la vulgarización del sexo a nivel cultural definen un estado de cosas en el que la mejor situación posible es la del sujeto independiente (libre de herencias y obligaciones) capaz de decidir en todo momento la mejor opción posible: el mejor concubino, el vídeo más excitante o el dildo más estimulante, todo ello decidido mediante un proceso que generalmente sólo comprende el corto plazo -posiblemente el peor enemigo del ser humano-. En todo este esquema, los cuidados, la atención, incluso la espera, paciencia y sacrificio que exigen las conexiones humanas aparecen como los elementos no deseables del asunto, externalidades negativas cuando lo único que se pretende del otro es ser un instrumento para la consumación sexual.
Como complemento perfecto de esta tecnologización surge el deseo, uno de los valores con mayor presencia en nuestra época: todo lo deseable parece realizable y, en cierta forma, bueno, satisfactorio y virtuoso por sí mismo. Algo que podría resultar aceptable si dejáramos fuera el hecho de que portamos cerebros homínidos con una alta capacidad para asimilar la dopamina y, precisamente por ello, también con la necesidad de aumentar el estímulo si se quiere mantener la misma respuesta, la misma satisfacción.
No obstante, la definición del deseo que manejamos casi siempre resulta sesgada, y sospechosamente resulta mucho más atractiva cuando puede ser traducido en beneficio para alguna empresa capaz de satisfacernos, también si el deseo sigue las directrices de lo que la hegemonía cultural dicta. Por eso hoy no se entiende como correcto desear cuidar de tus padres con 28 años ni hacerle la comida a tu novio para cuando llegue a casa del trabajo, y sí resulta deseable masturbarse y hacer un viaje de dos días a cualquier destino que proponga la aerolínea lowcost de moda.
Cualquier conflicto moral -y político- resulta irresoluble, precisamente porque a la hora de plantear cuál es la vida digna de ser vivida entran en juego intuiciones mucho más ligadas a la experiencia que lo racional. Pese a esto, hoy en día el volumen de soledad no deseada y patologías mentales hace necesario replantear qué es lo deseable y qué no, si es bella la abnegación en el amor de nuestros abuelos y si la ilusión -creada interesadamente- de poder escoger un compañero sentimental cada semana nos hace felices o, por el contrario, sólo nos satisface, en el mejor de los casos.