Con motivo del día del libro, en el artículo de esta semana se ha pretendido reivindicar dos ámbitos inseparables: la lectura y la educación. Para ello, recurrimos a la figura de Quintiliano, calificado como uno de los mejores maestros de retórica de la Antigüedad y que hace muestra de ello en su ingente obra Institutio oratoria.
Tutorial de cómo ser el mejor orador
En la época de nuestro autor, el siglo I, la oratoria pasó a mejor vida y quedó relegada a unos meros ejercicios ficticios, llamados controversiae (debates jurídicos)y suasoriae (monólogos de personajes históricos discutiendo sobre cómo actuar ante ciertas situaciones), que se practicaban en los niveles superiores de la escuela.
No obstante, Quintiliano rescató en su tratado de retórica cómo ser el mejor orador, siendo Cicerón el perfecto modelo a seguir. En sus doce libros, realiza un exhaustivo examen de la materia retórica y oratoria desde la más tierna infancia hasta la reflexión del mismo género y las partes del discurso (exordio, narración, digresión, proposición, división, elocución, memoria y acción). Sin embargo, el asunto que nos compete acerca del comportamiento del profesor y del alumno se encuentra en el segundo libro.
Los deberes del profesor
Tras una justificación sobre la conveniencia de tratar este tema, comienza con la enumeración de las obligaciones del preceptor. Ante todo, es preciso que asuma un rol paternal con respecto a sus alumnos, poniéndose en el lugar de aquellos que nos han entregado a sus hijos.
En cuanto a su carácter, el profesor ha de ser serio en un punto medio (ni desagradable ni amigo) y no iracundo, sufrido y constante en el trabajo, además de hablar de rectos valores. Por supuesto, no se admiten vicios ni en el docente ni en los discípulos.
A continuación, comenta cómo se debe proceder en los aciertos y los errores de los alumnos: mesura en las alabanzas y contención de la dureza en los fallos. También, es importante responder a sus preguntas con gusto y proporcionarles ejemplos cotidianos de cosecha propia para su reflexión.
En lo tocante al comportamiento de los niños en los halagos, bajo ningún concepto deben levantarse del sitio, ni aplaudir, ni saltar, ya que el trabajo carecería de toda seriedad. En su lugar, tendrán que aceptar las palabras del maestro con moderación.
Por último, agrega una separación por edades: los jóvenes no pueden estar en la misma aula que los niños.
Los deberes del alumno
Al contrario que los maestros, para el alumno solo será necesario hacer una única tarea: “que no amen a sus maestros menos que a los propios estudios; y crean que son sus padres, no en el sentido físico, sino en el intelectual”. De esta forma, según Quintiliano, el alumno acudirá a clase con entusiasmo, con ganas de saber y querrán ser como ellos, así como resulta esencial que no se enfade en las correcciones, se alegre en los aciertos y estudie para que sea valorado. Asimismo, comenta el engranaje bidireccional indispensable entre el profesor y el alumno: uno enseña y el otro recibe el aprendizaje.
Pedagogía quintiliana
A lo largo de toda la obra, especialmente en los primeros libros, Quintiliano manifiesta su acertado modelo educativo, por ejemplo, defiende la escuela pública frente a la doméstica, critica los castigos físicos a los pequeños como método de corrección o apuesta por un análisis de las facultades particulares para identificar sus puntos fuertes y débiles desde su temprana edad.
En definitiva, podríamos resumir con las propias palabras de Quintiliano al final de su proemio que no se completará la formación del orador (y añadimos que la de ninguna persona) “sin un maestro experto, sin estudio constante, sin mucho y continuo ejercicio de escribir, leer y hablar”.