Imagen obtenida de: Belén Montilla
Las dos mayores novelas del siglo XX, o así lo apunta la práctica unanimidad de la crítica literaria y de los manuales ampliamente divulgados entre los interesados en tan extraña temática, tratan acerca del tiempo.
La primera, publicada entre los años 1913 y 1927, fue dividida en 7 volúmenes bajo el sugerente título de En busca del tiempo perdido. Su autor, Marcel Proust, era un ególatra hipersensible, en cierta medida también claustrofóbico, que vivió casi el total de su vida sin más oficio que beneficio que el verse morir lentamente devorado por una multitud de enfermedades. Quizás por eso escribió la obra total de la literatura postrado en su cama, gastando el total de energía que había venido acopiando a lo largo de su corta vida.
Con gran variedad de personajes y un protagonista autobiográfico, Proust inmortalizó una época y un mundo hoy día lejanos. Hizo aún más: cifró, con la tan evocada escena de la magdalena —y el cúmulo de consecuencias por ella desencadenada—, el eterno dilema humano que consiste en recordar sin esperanza y en vagar sin asideros a la busca del tiempo perdido. Aunque yo sólo leí el primer tomo, ya me aburrió bastante.
La segunda novela a señalar, publicada en 1922, es el famoso Ulises de James Joyce. Obra narrativa con un marco espacial único, la ciudad de Dublín, y un marco temporal reducido, 24 horas en la vida de Harold Bloom, de su mujer Molly y del sabio Stephen Dédalus, tiene una tesis clara: La Odisea se (re)produce a diario hasta en la vida de los hombres más mediocres, magnificando tan épica como jocosamente las circunstancias más mundanas; y aunque las comparaciones son odiosas, debo confesar que resulta tan aburrida como la novela de Proust, sólo que de una forma mucho más excitante.
Dos clásicos para entender el tiempo
Estas dos novelas reflejan la importancia paulatina que el tema del tiempo ha ido adquiriendo en la vida del hombre moderno según el signo de los tiempos optaba por la aceleración y la obsolescencia. Quizás en el pasado el peso de un estoicismo, primero, que abogaba por la resistencia; y, más tarde, por una religión monoteísta que prometía una vida sin tiempo después de la muerte, hicieron que el tema del tiempo no fuese tan importante como sí lo es hoy, y lo viene siendo, en tanto que protagonista innegable y acicate constante, en la literatura del último siglo.
«Tic-tic, tic-tic/ ya pasó/ un día como otro día/ dice la monotonía/ del reloj». Así dice Antonio Machado en su larguísimo Poema de un día, que yo nunca me canso de releer. Quizás sea porque a mí, como antes a él, me fastidian y me matan las insistentes puñaladas que ese asesino impune, el reloj, nos asesta a cada instante; así como por cierta simpatía anticipada por ese Machado solitario y final, despojado de la amada y de la patria; de la amada patria desgajada por la guerra civil, y de esa voz suave que amó bajo el nombre imborrable de Leonor.
Simpatía anticipada o anticipada simpatía, la mía, por esa soledad de la muerte que es metáfora universal y desgracia concretada en la vida de un hombre tan brillante como infeliz —todos lo son— que dejó escrito:
«¡Oh cámaras del tiempo y galerías/ del alma, tan desnudas!,/ dijo el poeta. De los claros días/ pasan las sombras mudas./ Se apaga el canto de las viejas horas/ cual rezo de alegrías enclaustradas;/ el tiempo lleva un desfilar de auroras/ con séquito de estrellas empañadas./¿Un mundo muere? ¿Nace/ un mundo?»
Pronto, me temo, todos nosotros lo descubriremos. Es cuestión de tiempo.
1 comentario en “Tiempo”
Tiempo, un archienemigo voraz al que nunca soy capaz de ganar la carrera. Sin embargo, me persigue y me encierra en esta larga marcha. BMMR