Siete días después del fin del régimen de Al Asad en Siria el país afronta el reto de reconstruirse y alcanzar la estabilidad. La ofensiva que comenzó en Alepo terminó con la toma de Damasco, la huida del antiguo mandatario a Rusia y el ascenso del grupo rebelde Hayat Tahrir al-Sham (HTS), cuyo líder, Mohamed al Golani, ha pasado a ocupar un lugar central en el complejo escenario político.
En este panorama incierto, el nuevo Gobierno de transición, encabezado por el primer ministro Mohamed Al Bashir, debe acometer un arduo proceso de restauración y unificación. Su cometido no es solo pacificar las zonas en conflicto, sino también integrar a las múltiples facciones opositoras, hasta ahora dispersas y enfrentadas entre sí. La tarea no será sencilla: la herencia de la guerra, con un país devastado, impone desafíos considerables que van desde la reconciliación política hasta la reconstrucción de las infraestructuras más básicas.
Mientras la comunidad internacional observa con expectación, Siria se ve obligada a trazar un camino a contrarreloj. El éxito o fracaso de este Ejecutivo de transición, encargado de restablecer el orden y sentar las bases para un futuro gobierno estable, marcará el rumbo de una nación sumida en la incertidumbre tras más de medio siglo de dictadura y más de una década de devastador conflicto interno.
Unir a Siria en tres meses o la última proeza épica de Oriente
El flamante Gobierno de transición en Siria, con Mohamed Al Bashir a la cabeza, tiene ante sí la tarea de unificar el país en un plazo de apenas tres meses. Nada complicado: basta con reconciliar un puzle étnico-religioso explosivo, aplacar a los poderes extranjeros con intereses cruzados en el mapa sirio, y mantener la armonía entre antiguos enemigos ahora obligados a compartir mesa y mantel.
Entre las piezas sueltas del dominó: Turquía, que quiere repatriar millones de refugiados y vigilar muy de cerca a los kurdos; Israel, que sigue cómodamente instalada en los Altos del Golán con una superioridad basada en viejas conquistas; Rusia, que dejó al exlíder huyendo hacia Moscú entre la confusión, distraída con otros líos bélicos más al norte, y a Irán, que llevaba años aprovechando el tablero sirio para sus propios juegos de poder regional.
La buena noticia es que, con Al Asad fuera de escena —refugiado en el Kremlin con sus lingotes de oro y sus maletas a medio hacer—, los nuevos regentes, el HTS, dicen querer una “Siria para todos”. Hablan de no mirar atrás y de acabar con el revanchismo. Veremos si esos discursos se traducen en hechos. Por ahora, siguen colaborando con las instituciones del régimen anterior para evitar el caos absoluto.
La caída de Al Asad ha dejado a sus viejos aliados algo atónitos. Rusia se quedó sin tiempo ni ganas de sostener al caudillo, mientras Irán tendrá que replantearse cómo seguir apoyando a sus queridas milicias. Si algo queda claro es que las sillas musicales de la geopolítica han empezado de nuevo. Y en medio, el recién nombrado primer ministro deberá obrar un pequeño milagro histórico: unir a Siria antes de que el reloj dé las campanadas del tercer mes. Si lo consigue, quizás no le den un premio, pero al menos se ganará el título de malabarista político del año.
Con la caída del régimen sirio y la emergencia de un Gobierno de transición encabezado por Mohamed Al Bashir, las dinámicas regionales se tambalean. Sin la figura de Al Asad, Irán ve cortada su principal vía de suministro para el “Eje de la resistencia”, un revés que debilita su influencia. Mientras, Rusia asiste, con más distracción que entusiasmo, al reacomodo del tablero tras su apuesta fallida por el antiguo dictador.
Dentro de Siria el panorama es confuso. Los grupos que tumbaron el régimen de Al Asad no componen una orquesta afinada, sino una serie de facciones con intereses divergentes, apoyadas desde fuera por actores con agendas poco compatibles. La experiencia de otros escenarios, como Libia o Irak, hace temer una escalada de desorden y nuevos conflictos si no se logran consensos mínimos.
El cambio de poder ha sacado a la luz horrores largamente soterrados. Las prisiones del anterior régimen, especialmente la de Sednaya, son hoy un testimonio sombrío de las torturas, desaparecidos y abusos sistemáticos. Aunque los nuevos mandatarios han liberado a cientos de reclusos, familias desesperadas se agolpan a las puertas de las cárceles, ansiosas por hallar una pista que indique dónde están los que aún permanecen sin rastro.
A pesar de la euforia inicial en las calles tras la toma de Damasco, el saldo de la guerra es desolador: más de medio millón de muertos, millones de desplazados y un país hecho pedazos. Hoy, la promesa es reconstruir, lograr la estabilidad y, en el mejor de los casos, sentar las bases para una democracia real. En el exilio, muchos sirios sueñan con regresar, organizar elecciones libres y pasar página, con la esperanza de que esta sea la última vez que la violencia y la dictadura definan el destino de su nación.