Contra los más graves y perniciosos vicios del mundo académico y mediático, cabe afirmar que se escribe y se piensa examinando categorías, no afirmándolas perezosamente como hace muchas veces el sicofante sistémico de turno. En ese sentido, conviene no olvidar aquello que escribiera Søren Kierkegaard y más adelante recordara Norman Mailer: que, algunas veces, justo cuando nos sentimos más santos, quizás estemos trabajando para el demonio.
La paradoja que acabo de dibujar, siguiendo el río de sangre del siglo XX y el espectáculo constante de degradación de los primeros compases del XXI, está más allá de la cosmovisión liberal y su limitada comprensión de la moral que, con Hannah Arendt a la cabeza, lleva décadas demostrando su incapacidad para entender el Mal. No hay nada más inmoral que aquello que se pretende moralizante; y digan lo que digan los expertos en ética y teología, mi experiencia me dicta que el Mal existe como entidad cuasi tangible y se inserta diariamente en el meollo de nuestras existencias; el Sistema es, en cierto sentido, una representación del Mal que impone su voluntad sobre nuestra capacidad moral e imaginativa.
Karl Marx y Sigmund Freud, los dos pensadores judíos más relevantes del siglo XIX, amén de sendos benévolos patriarcas de la “filosofía deconstruccionista” oficial, componen con su obra y a partes iguales una demolición nefasta de los valores de toda sociedad tradicional, al tiempo que una brillante crítica a todo aquello que la ideología liberal deja de lado en nuestras vidas: principalmente, cuanto hay de nocivo en la estructura del Capital, por un lado; y, de otro lado, todo aquello humano (y demasiado humano) que, al ser reprimido, provoca nuestro estilo de vida moderno en los estadios más demoníacos, profundos e inconscientes de nuestra psique.
El marxismo y el freudismo son, pues, categorías que afirman una cierta pereza del pensamiento en quien se circunscribe bajo ellas; y no digamos ya de aquellos que, yendo un paso más lejos, se identifican con el así llamado “freudomarxismo” heredado de la Escuela de Fráncfort; pero, desde otro ángulo, si se usa la obra del autor de El Capital (1867-1883) y de La interpretación de los sueños (1900) con una cierta cautela preventiva, ambas se revelan como inmensas fuertes de crítica a un Sistema eminentemente maligno, que sigue siendo el nuestro, cuya incomprensión del Mal es tan evidente como finalmente poco inocente. Porque aquello que se pretende cubrir bajo siete llaves por todos los medios posibles es justo lo que con más claridad acaba quedando al descubierto.
El freudo-marxismo
El freudo-marxismo de Herbert Marcuse convierte todo aquello de la realidad que no gusta al sujeto en una opresión de la que debe ser protegido por la sociedad: a través de un ente estatal, o de la colaboración abierta con los grandes conglomerados internacionales. Con ello se crea una equivalencia entre las opresiones constatables de la realidad y las opresiones subjetivas de la sensibilidad; para un posmodernista autosatisfecho, no existen diferencias entre la situación de un hombre que se siente mujer que la de un obrero que no puede llegar a final de mes. Y esa negligencia moral del pensamiento tampoco es inocente.
Así es como, en un mundo de Simulacro, los verdaderos problemas políticos se ven eclipsados por individuos convertidos en empresarios de sí mismos, convertidos ellos mismos en mercancía: sujetos capaces de modificar el producto de su Ser marchito para obtener un mejor rendimiento, en términos de placer y eficiencia, de la vida. Entregar la existencia al esfuerzo de mantener estable una familia resulta reaccionario; permanecer atrapado en una dicotomía donde o se es consumidor o se es productor/tributador, resulta progresista. El triunfo de la ideología de género es la imposición del liberalismo como horizonte vital homogeneizador; en otras palabras, la destrucción de la comunidad y de la lucha colectiva y, sobre todo, la amplia aceptación del Mal en nuestras vidas.
El Mal no es banal, como habitualmente se dice, sino profunda y mortalmente solemne. Que Arendt decidiera quitarle peso a la importancia de los agentes del Mal sólo porque el criminal nazi Adolf Eichmann fuese un hombre gris e intrascendente con una capacidad de decisión en teoría inferior a la de un autómata, demuestra las limitaciones intelectuales del pensamiento universalista a la hora de examinar la condición humana. Cuando, por otra parte, se quiere hacer ver que la represión o la explotación se combaten con “liberación” sexual, manteniendo así intacto el resto del entramado social donde Estado y Mercado se completan y retroalimentan, queda evidenciado que ni el marxismo ni el freudismo son por sí mismos la solución al problema. Hace falta, una vez más, dejar atrás la pereza intelectual, olvidarse de las categorías, y marchar aún más a fondo en la tarea de examinar el Mal.
Con Freud y Marx, pues, en su análisis de las aberraciones que atravesaban la vida de cualquier pobre obrero en el siglo XIX; pero, sobre todo, contra Marx y Freud como soluciones a esos mismos problemas propios de un liberalismo alejado del todo de cualquier posibilidad de identificar el Mal que, además, muchas veces es inherente a su cosmovisión. Porque ni el economicismo ni el psicologismo van a salvarnos de nosotros mismos; mientras que, a cambio, pretendemos reivindicar para el presente la operatividad ínsita a cualquier pensador profundo que haya constatado la existencia del Mal como algo inevitable en un mundo habitado por los hombres.