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18 Oct 2024
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Cátedras y catedráticas

Han fallado estrepitosamente la ética y la estética. No sólo porque la mujer del César además de ser honesta debe parecerlo, sino porque quien tiene la máxima responsabilidad de una institución centenaria no puede rebajar la dignidad de la misma.
Edit de Goyache y Begoña Gómez

La incorporación de las mujeres a la Universidad española es un fenómeno relativamente reciente. Aunque en 1872 tenemos el antecedente de María Elena Maseras Ribera, quien aprovechando un vacío legal se matriculó en la Facultad de Medicina en Barcelona, siendo seguida en 1874 en la misma Facultad por Dolores Aleu y Martina Castells, no sería hasta el 8 de marzo de 1910 cuando se aprobara la ley que permitiría el acceso normalizado de las mujeres a los estudios universitarios. Antes quedaría como anécdota significativa la peculiar historia de Concepción Arenal, quien acudió a las aulas universitarias vestida de hombre. O en el siglo XVI, Luisa de Medrano, cuya actuación en la universidad salmantina no está nada clara. La posibilidad de impartir docencia tardaría aún más y no sería, si prescindimos de la breve experiencia de Emilia Pardo Bazán entre 1916 y 1921, hasta 1953 cuando tengamos, con Ángeles Galino, por primera vez una mujer que alcance una cátedra por oposición.

Los tiempos han cambiado y poco a poco vemos más mujeres ocupando puestos de responsabilidad en nuestras universidades, siendo ya notable la presencia de rectoras en ellas. Una realidad que irá a más, pues como podemos comprobar cada día en muchas titulaciones, la mayoría del alumnado es femenino. Por todo ello no debía ser noticia que en una de las más antiguas y prestigiosas universidades de nuestro país una mujer haya logrado la dirección de una cátedra.

O sí. Porque cualquiera de quienes nos movemos en este apasionante mundo de la Universidad somos conscientes de las dificultades para ocupar cualquier puesto en ella. No voy a entrar en la recurrente, pero no por ello menos cierta, cuestión de la endogamia, sino simplemente, a nivel de exigencia legal, recordar que acceder a cualquiera de los niveles docentes comporta tener no sólo la titulación adecuada sino la acreditación pertinente para la plaza correspondiente. Una acreditación que, más allá de las complicaciones burocráticas existentes, supone poseer una serie de méritos, desde publicaciones, participación en congresos, seminarios, docencia, etc., con el fin de garantizar la excelencia por parte de quien imparte las clases, basada en el doble ámbito en el que nos debemos mover los profesores universitarios, la investigación y la enseñanza. Obviamente, sin los requisitos necesarios, no se puede dar clase, y, mucho menos en los niveles más elevados de la jerarquía docente. Y aquí nos encontramos con el hecho inaudito de que alguien que no sólo no es doctora, sino que ni siquiera posee una titulación superior, haya dirigido una cátedra.

Quizá haya gente, fuera de nuestro cerrado mundo universitario, que no le de importancia, que piense que es a lo sumo una muestra más de la picaresca hispana. Supongo que si en lugar de dedicarse a explicar cómo captar fondos la cátedra hubiera versado sobre cirugía no se opinaría lo mismo. Pero lo más grave es todo lo que aparece alrededor, las circunstancias en las que se ha ido produciendo, con la connivencia de quien debería haber velado por el prestigio de la institución, aunque fuera sólo por mantener la imagen de la misma. Cualquier profesor universitario que quiera poner en marcha un proyecto, sabe de las horas que ha de dedicar a rellenar formularios, a detallar los menores pormenores del mismo, a asegurar que se cumplen todos los requisitos, adjuntando minuciosamente la documentación que explicita absolutamente todo; y, después de ello, toca esperar el lento funcionamiento de la máquina burocrática, por lo general exasperante. Y, por supuesto, no aguarda, bajo ningún concepto, a que el rector se acerque a su casa para interesarse por el proyecto y que tras esta visita se disipen todos los obstáculos.

Más allá de los posibles problemas legales, que se me escapan, lo que está claro es que han fallado estrepitosamente la ética y la estética. No sólo porque la mujer del César además de ser honesta debe parecerlo, sino porque quien tiene la máxima responsabilidad de una institución centenaria no puede rebajar la dignidad de la misma. Han fallado, curiosamente, todos los mecanismos de control que al resto de los docentes nos supervisan con un rigor que ya hubiera querido para sí el Santo Oficio de la Inquisición. Se han acelerado unos plazos que habitualmente se demoran ad kalendas graecas. Y se ha dotado con generosidad, esa que a veces vemos que falta para mejorar las instalaciones, para pagar mejor al profesorado, para ofertar más becas que permitan el acceso a los estudios superiores de quienes menos medios tienen.

Unos hechos como los que estamos conociendo suponen un total desprestigio para toda la comunidad universitaria. Somos todos los que la componemos quienes nos vemos afectados por una conducta que, repito, más allá de la dimensión penal que tendrán que valorar los jueces, toca de lleno el ámbito de la ética profesional, desde la asunción de unas tareas para las que no se está cualificada hasta la connivencia por parte de quien tendría que haber mantenido su dignidad institucional. Es verdad que muchas veces, medio en broma, entre el profesorado comentamos que con los actuales criterios de acreditación Einstein o Menéndez Pelayo no podrían ser docentes universitarios; hay algo de verdad en ello y probablemente se requeriría repensar tanto los méritos como la forma de acreditarlos. Pero hoy por hoy, las reglas del juego son las que son, y hay que acatarlas. Amén de que, visto lo visto, tampoco nos encontramos ante Hannah Arendt o madame Curie.

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