Hay palabras que pesan. Palabras con historia, con sangre, con memorias que duelen. Palabras que deberían reservarse para aquello que realmente las merece, pero que, en las manos de los políticos, los medios de comunicación y hasta los influencers del momento, se convierten en etiquetas de quita y pon, armas arrojadizas en el circo del debate público. Una de ellas, sin duda, es “ultraderecha”.
En España, parece que hemos llegado al punto en que cualquier cosa que no se alinee milimétricamente con el progresismo del PSOE es automáticamente tachada de ultraderecha. Rajoy fue ultraderecha, Albert Rivera también. Vox, por supuesto, también Ayuso, los jueces y según algunos, hasta yo mismo estoy peligrosamente cerca de “la extrema”. Pero, ¿qué pasa cuando a todo lo que se mueve un centímetro a la derecha de Sánchez se le aplica esta etiqueta? Lo que ocurre es que el término pierde su significado, y eso, lejos de ser anecdótico, es peligroso.
De la exageración al blanqueamiento
Calificar de ultraderecha a un partido como Ciudadanos, que nació para oponerse al nacionalismo catalán desde un marco liberal y moderado, no solo es un error histórico, sino también un ejercicio de manipulación deliberada. Es parte de una estrategia que busca demonizar al adversario político sin molestarse en debatir sus ideas. La derecha moderada, el centro reformista, todo cabe en el saco de lo inaceptable. Pero la consecuencia no es solo la polarización del debate. Es algo más sutil y mucho más pernicioso: el blanqueamiento de la verdadera ultraderecha.
Si todo es ultraderecha, nada lo es. Y cuando un movimiento realmente extremista aparece, amparado en ideas autoritarias o racistas, ya no se distingue entre el trigo y la paja. Los votantes, saturados de etiquetas, no perciben el peligro real porque han sido entrenados para ver fantasmas donde no los hay.
Esto no es nuevo. Durante el macartismo en Estados Unidos, se llamó comunista a todo aquel que no comulgaba con el discurso oficialista, desde sindicalistas hasta simples liberales críticos. El resultado fue una caza de brujas que, al final, solo sirvió para debilitar las instituciones democráticas y trivializar el verdadero peligro del comunismo en contextos donde sí era una amenaza.
La izquierda ha sido particularmente hábil en esta estrategia, dominando el lenguaje para convertirlo en un campo de batalla. Se apropian de términos como “democracia”, “progreso” o “derechos” y los oponen a sus enemigos, que automáticamente pasan a ser “populistas”, “retrógrados” o, claro, “ultraderechistas”. Pero esta táctica no solo es deshonesta; también es contraproducente.
La banalización de términos como “fascismo” o “machismo” sigue el mismo patrón. Cuando todo es machismo, desde un piropo hasta la violencia extrema, el concepto pierde fuerza. La gravedad de los casos reales se diluye, y las soluciones efectivas se vuelven imposibles. ¿Cuántas veces hemos visto debates donde se discute más sobre el uso de las palabras que sobre el problema en sí? La ultraderecha real, como el machismo real, se aprovecha de esa confusión para avanzar bajo el radar.
La ultraderecha real sí existe
En España, el término “ultraderecha” ha sido utilizado con particular ligereza desde la aparición de Vox. Sus detractores no han dudado en asociar al partido con movimientos neonazis o autoritarios, ignorando deliberadamente que Vox es, sobre todo, una reacción al independentismo catalán, al feminismo radical, al estado autonómico y al abandono de los partidos “de derechas” hacia sus votantes. Es un partido conservador, nacionalista, y cada vez más populista, pero de ahí a catalogarlo como “extremo” hay un trecho que solo se recorre con mala fe.
El problema es que, al usar esa etiqueta contra Vox, automáticamente se aplica también a quienes les votan. Y ahí está el verdadero daño: cuando se desprecia al votante por su elección, se le empuja hacia posiciones más radicales. Llamar “fascista” a alguien que simplemente critica las políticas migratorias no solo es injusto, sino que abre la puerta a que quienes realmente lo son se escondan en el anonimato. Cuando todo es ultraderecha, la ultraderecha real se diluye.
En lugar de un debate que permita identificar a los elementos realmente autoritarios, se les camufla entre la mayoría de los votantes y militantes de Vox que simplemente defienden posturas conservadoras o populistas. Así, se normaliza la existencia de individuos con ideologías fascistas dentro del partido, que las hay, pero sin que nadie los señale de forma efectiva. Y lo que es peor, se les otorga la excusa perfecta para hacerse pasar por “una víctima más de las etiquetas”.
Banalizar tiene consecuencias
Este juego de etiquetas tiene también efectos negativos dentro de la propia derecha. Partidos como el PP, temerosos de ser catalogados como «ultras», se acomodan en un centro tibio, renunciando a principios fundamentales para no ofender a nadie. La derecha, en lugar de defender ideas claras y contundentes, se diluye en la ambigüedad.
Mientras tanto, la verdadera ultraderecha, la que coquetea con ideas totalitarias, racistas o antidemocráticas, observa con una sonrisa cómo, cuanto más se abuse del término, más difícil será identificarla. Y cuando llegue el momento, ¿quién se dará cuenta? ¿Cómo podremos alertar sobre el peligro real si hemos malgastado todas nuestras balas disparando a aquellos que no lo merecían?
La conclusión es clara: si todo es ultraderecha, nada lo es. Y el problema no es solo semántico. Cada vez que banalizamos un término, debilitamos nuestra capacidad para enfrentar los verdaderos extremos. Y eso, en una sociedad democrática, es un lujo que no podemos permitirnos.