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27 Jul 2024
27 Jul 2024
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El Rapto de Europa: la degeneración del continente

Ese proyecto, al que España, como otros países, se sumó de modo entusiasta, ha ido degenerando en una estructura burocrática que ha dado lugar a una progresiva desafección

Como siempre, en el principio está el mito. Los relatos míticos fueron el primer intento de explicación de los orígenes del mundo, de la humanidad, de las diferentes realidades que rodean al hombre. Conocer los mitos arroja especial luz sobre nuestras raíces más hondas, porque fueron la visión del mundo que tuvieron nuestros antepasados. En el mito está la clave de muchas de nuestras experiencias cotidianas, la explicación acerca de porqué esto es así o aquello se denomina de tal manera. Por ejemplo, Europa, nuestro continente, el marco cultural, histórico y político en el que tratamos de construirnos como ciudadanía, en libertad e igualdad. Porque su nombre viene de la vieja Grecia clásica, donde está el verdadero humus del ser europeo actual.

 Nos narra la mitología griega que Europa era una princesa fenicia, hija del rey Agénor, de la que Zeus, como solía ser habitual en él, se enamoró. Mientras la muchacha, junto a su séquito, recogía flores cerca de la playa, el padre de los dioses se metamorfoseó, adoptando la figura de un toro blanco, que se mezcló con las reses que pertenecían al monarca. Europa, al ver al hermoso toro, se acercó a él, le acarició, y al comprobar que era manso, montó sobre él. Zeus corrió hacia el mar, se introdujo en él y cruzándolo, llegó, con la joven sobre su lomo, hasta la isla de Creta. Allí el dios mostró a Europa quien era realmente, y uniéndose a ella, hizo que concibiera tres hijos: Minos, futuro rey de la isla, Radamantis y Sarpedón. Como recuerdo de aquella metamorfosis, más tarde cantada por Ovidio, Zeus puso en el firmamento la constelación de Tauro.

El mito del rapto de Europa ha sido representado en numerosas ocasiones por el arte, desde las cerámicas griegas a la pintura contemporánea, con algunas obras espléndidas como el cuadro que realizó Tiziano con dicho tema, reproducido por Rubens en otro  conservado en el Museo del Prado, en el que vemos, con toda la fuerza dramática del barroco, a la princesa aferrada a uno de los cuernos de la blanca res, mientras que con la otra agita una paño rojo, a la par que sus compañeras, en la playa, asisten impotentes a la escena; un grupo de amorcillos aprovechan el instante para lanzar sus dardos de amor.

Nuestro continente ha recibido el nombre de la princesa raptada. Y en su suelo se ha desarrollado una no menos dramática historia, desde aquellos tiempos de Grecia y luego Roma. Marcada por luces y sombras, por momentos brillantes y oscuras tinieblas, ha creado, sin embargo, uno de los espacios del planeta donde mejor se puede vivir. Tras la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, con el deseo de que aquella tragedia no se repitiese, se empezaron a dar los primeros pasos para que aquel heterogéneo conjunto de países con historias, tradiciones, lenguas o religiones distintas lograra superar las divisiones, construyendo un futuro común. Los padres de Europa, Adenauer, De Gasperi, Schuman y Monet, eran herederos de la mejor tradición humanista europea, aquella que transida de elementos procedentes de la conjunción y síntesis de la cultura grecolatina y el cristianismo, había alumbrado lo más fecundo del pensamiento europeo. Poco a poco fueron creciendo, a la par que el bienestar económico, los derechos sociales y políticos, con unos espacios de libertad cada vez mayores.

La degeneración de Europa

Pero ese proyecto, al que España, como otros países, se sumó de modo entusiasta, ha ido degenerando en una estructura burocrática que ha dado lugar a una progresiva desafección. Al mismo tiempo, las corrientes culturales herederas del mayo del 68 y, sobre todo, el creciente wokismo importado de los campus norteamericanos, han ido poniendo en cuestión toda la tradición cultural europea, sumiéndonos en un ambiente de sospecha inquisitorial que nos está esterilizando y ahogándonos en un lodazal de estupidez que amenaza con acabar con ese logos que nos ha llevado a liberarnos de los mitos, devolviéndonos al mundo de la oscuridad y la esclavitud interior.

Personalmente me niego a tirar por la borda dos mil ochocientos años de civilización. Con todos sus defectos, con la carga vergonzosa de las guerras que han asolado -y asolan- el continente, con la culpa de la Shoah y de los Gulags, con la sangre vertida por sus campos y la imagen de sus ciudades destruidas, ese legado tiene más luces que sombras. Nos ha hecho libres e iguales, nos ha permitido descubrirnos como seres únicos e individuales, capaces de construir la res publica en el ejercicio de sus derechos y obligaciones. No podemos renunciar, por más que los gritos histéricos de los “políticamente correctos” -y sumamente ignorantes- quieran hacer que lo olvidemos, a una herencia en la que está el Partenón de Atenas y el Foro romano, las catedrales góticas y Venecia, la Divina Comedia y el Quijote; no podemos traicionar a quienes pintaron la Gioconda o el Juicio Final o descubrieron la vacuna de la viruela e inventaron la imprenta. Virgilio, Agustín, Hildegarda, Shakespeare, Lope, Molière, Montesquieu, Virginia Wolf, Cernuda, Joyce, Tolstoi…una larguísima cadena de hombres y mujeres, conocidos o anónimos, han sido los gigantes sobre los que estamos subidos. Arrojarnos de sus hombros sería un suicidio. Por ello, hemos de evitar que Europa, con toda su pluriforme realidad, sea raptada por la ignorancia brutal de los que hoy se metamorfosean para alejarla de su ser más auténtico.

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