¡Franco, Franco, Franco…! ¡Franco vive, la lucha sigue! O eso parece. Y eso que estamos a punto de conmemorar (o de celebrar, ya no lo tengo seguro) el medio siglo en que este señor gallego se nos marchó para quedar encerrado a los pies del Guadarrama, o eso pensaron los que lo llevaron al Valle de los Caídos, hoy Cuelgamuros para recuperar su nombre original por la ley de Memoria Democrática (aunque realmente aquél lugar como se llamaba era el Pinar de Cuelga Moros, cosa que la corrección política no ha tenido los tegumentos de volver al realmente original, claro), pero me temo que aquella idea de la Transición inicial ha fracasado.
Pues no tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que la idea de llevarle a un lugar apartado de la capital tenía mucho de aquel dicho de Joaquín Costa, mutatis mutandis, de echar doble llave al sepulcro del Cid. Y comenzar lo que Torcuato Fernández-Miranda tenía en mente sobre la base de ir de la Ley a la Ley, con el olvidado referéndum para la Reforma Política, cosa para la que había que dejar lo que fue el Franquismo y aquella Guerra Civil, alejada de las mentes de los españoles.
El pasado como arma política arrojadiza
De ese modo, «casualmente» acabó coincidiendo el óbito del dictador (en su cama, pese a los presuntos esfuerzos de millones de antifranquistas de salón que salieron luego a hacerse los machotes), con el de José Antonio Primo de Rivera. Y frente a él le sepultaron en un lugar que no le correspondía, ya que Franco no fue un caído en la contienda, lo que convertía aquello en un sinsentido ya que, además, jamás declaró que su intención fuera reposar allí, y menos junto con su virtual enemigo político.
Aunque el karma tiene muy mala leche y dicen por los pagos sanlorentinos, que la losa con la que se cubrió el féretro, que era la que había quedado de repuesto caso de que hubiera quebrado la usada cuando se colocó en el lugar de José Antonio, éste sí caído pues fue fusilado y de manera poco legítima, fue la usada para la de Franco. Y aunque en el lado visible estaba el nombre de éste, sobre él quedaría como una especie de broma macabra, la de José Antonio. Pero como en este país nos gusta más un sainete que darnos de palo entre nosotros, la cosa parece que tiene más miga. Les cuento.
La idea, parece ser, siempre fue la de reposar en El Pardo, lugar de residencia durante los cuarenta años de «la oprobiosa», donde estaría el panteón familiar, sito en la colonia militar de Mingorrubio, bien cerca del centro de Madrid, en unos terrenos regalados por el que fuera alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro, en 1960. Cosa que parece lógica, pues es donde iban a descansar el matrimonio para la eternidad, y donde se inhumaría de este modo, a su esposa Carmen Polo.
Lo lógico. Cosa que no era lo del Valle, si no hubiera sido una decisión política del momento «alejar» todo lo posible a quien había regido los destinos de España. Pues hete aquí que los mentideros y ecos del Guadarrama, susurran entre los pinos de la zona, que con el tiempo parecía que la idea había cuajado, y cada vez eran menos los que se acercaban a homenajear al que tenía ya su sitio en la Historia de España, para bien o para mal, pero su sitio en el pasado.
Quedaban por cerrar heridas que hicieran real que aquello fue. Fue. Y que no volvería. Razón por la que en tiempos de Felipe González se comenzó con ciertas reparaciones a víctimas de la Guerra, y se instalarían las estatuas, curiosamente junto con la estatua de Franco que quedaba en la capital, de Indalecio Priento… ¡y la de Largo Caballero nada menos! Y frente a los tres, el Monumento a la Constitución de 1978. Casualidades o causalidades, el caso es que parecía el aldabonazo al pasado, ¡y ea! ¡A tirar para el futuro!
Nietos de la Guerra Civil en vez de nietos de la transición
Pues no. Porque tras un malhadado 11 de marzo, un tal Zapatero llegaría al poder para hacer buena una frase de su predecesor socialista: «habéis preferido ser los nietos de la Guerra Civil, en vez de los hijos de la Transición». Y se nos jodió el Perú, la reconciliación y el sursuncorda. Y el colofón nos lo ha traído su hijo político Pedro Sánchez. El cuál, decidido a acabar con un Franco más olvidado que la última vez que alguien recitó la lista de los Reyes Godos, fue a sacarlo de su tumba. Aunque, según esos aires serranos de los que les hablaba, Franco yacía ya junto con su esposa donde la familia (y él mismo), siempre quiso desde hacía décadas.
¿A nadie le extrañó que algo que se retransmitía hasta por un helicóptero a la americana, con todo el bombo que se le dio al hecho, dentro de la basílica fuera con ausencia de imágenes? ¿Qué se tardara tanto en sacar el féretro, habida cuenta de que a su salida pudimos comprobar que era el antiguo, cosa contraria a lo que dice la ley sobre que deberían los restos ser depositados a uno nuevo, máxime habiendo pasado tanto tiempo? ¿Que la que tenía que dar fe de que aquellos eran los restos eran los que eran, como Notaria Mayor del Reino, una tal Dolores Delgado, a los pocos meses dejara el cargo para ostentar el de Fiscal general del Estado?
Simplemente pregunto. Como pregunto cómo es posible que, a raíz de su exhumación, el espíritu de Franco esté más vivo que nunca, medio siglo más tarde, sacado como comodín permanente de una izquierda miope anclada en la lucha contra el imperio burgués creyéndose famélica legión, y una neoderecha que quiere reventar el Régimen del 78 para hacer tabula rasa, dejando huérfanos de voto a quienes tampoco quieren comulgar con una derecha tradicional que, tras cargarse el centro, no sabe qué quiere ser de mayor. Y entre «los hunos y los hotros» unamuniano, a mí me empieza a doler España. Mucho. Porque hemos hecho un pan como una obleas del tamaño de un castoreño. ¿O no?