La realidad es que España ha experimentado un cambio cultural significativo iniciado con el nuevo siglo, que puso en el centro del debate cuestiones fundamentales como el papel de la mujer en el mundo laboral y la necesidad de respetar y aceptar a las personas homosexuales. El simple hecho de que podamos sentirnos incómodos al leer esto demuestra el gran avance que hemos logrado en este aspecto desde entonces.
Sin embargo, todo esto se ha intensificado hasta niveles insospechados. Venimos de un letargo que se ha prolongado durante cerca de 15 años, caracterizado por una censura que afecta a todos los ámbitos de la vida de una persona. Hasta el punto que hemos normalizado que la gente pierda sus empleos por comentarios banales. Toda la verdad sea dicha, y es que este periodo de censura surgió tras una etapa completamente opuesta: aquella en la que Twitter se alimentaba de humor negro y de una interminable sucesión de barbaridades escondidas tras el anonimato de los usuarios.
Desde entonces, hemos atravesado un periodo de constante experimentación social, impulsado en gran medida por la extrema izquierda, que ha logrado implementar numerosas iniciativas. No bastó con que, para la mayoría de las personas con sentido común, quedara claro que lo vivido en el pasado fue una auténtica injusticia. A partir de 2011, se ha intentado exprimir esta situación mediante una interminable serie de medidas y conceptos disparatados que, en su mayoría, no han logrado calar en la población.
Porque la realidad es que el experimento de que todo sea aceptable para todos no ha funcionado. Forzar una ideología de género no ha servido para que esas personas se conozcan mejor a ellas mismas, ni imponer una ideología migratoria ha ayudado a atender mejor a los migrantes. Tampoco ha funcionado sostener estas ideas con una agenda mediática que las respalde, sumada a un sinfín de asuntos que permanecen bajo sospecha: la ingente cantidad de impuestos que no se reflejan en mejoras visibles, la sanidad y sus colas infinitas, la educación sexual, la crisis energética y el cambio climático, la relación entre el Estado y las comunidades autónomas, los errores graves en leyes como la de “solo sí es sí”, Europa y la inmigración…
España está diciendo basta. Ya va a dejar de funcionar el atacar públicamente; los temas deben ser objeto de debate. Es una elección que nos corresponde a todos. No sirve de nada ignorar cuestiones que representan distintas verdades para cada persona. Las distintas voces, siempre desde el respeto, deben de ser escuchadas. No podemos movernos por fes ciegas, y no podemos estar constantemente atacando el sentido común de las personas.
Hasta Mark Zuckerberg, con un nuevo estilo ciertamente inquietante, anunció que Meta eliminará los verificadores de hechos en sus plataformas para centrarse en la libertad de expresión, simplificar políticas y reducir errores, poniendo en jaque al mundo progresista y su control sobre la narrativa. Un cambio que definitivamente cambiará el poder mediático de bando y que pone en evidencia el cambio de tercio de las nuevas generaciones que no están dispuestas a seguir pasando por un señalamiento continuo en su vida diaria.
El fin del wokismo no solo nos devolverá unas películas un poco más entretenidas, sino también un mundo más cohesionado y con menos odio. Además, dicho sea de paso, habremos aprendido algunas lecciones. La primera, y eso se lo debemos a ellos, es que nunca más deberíamos tener comportamientos negativos hacia personas con preferencias sexuales diferentes. Eso era algo que debía suceder. La segunda lección, es que esas personas tampoco podrán imponer institucionalmente una lista interminable de definiciones, afectando incluso al lenguaje. El respeto mutuo se basará en la no imposición de las ideas del otro. Y, por último, la última lección que habremos aprendido es que ahora entenderemos el peligro que supone la alianza entre el Estado y los medios de comunicación para influir en los temas que terminan convirtiéndose en protagonistas de nuestras vidas. No olvidemos esto.