De vez en cuando publico un tuit que después pienso que podría ser un artículo. Esta es una de esas ocasiones, nacida de un arranque sincero de nostalgia que necesitaba ser expresada en público. El post que desató esta columna decía así: «Últimamente echo mucho de menos leer algo nuevo de Michel Houellebecq. Houellebecq es uno de esos escritores de los que querría y leería una nueva novela cada mes. Como algo terapéutico incluso».
No miento ni exagero. Siento una necesidad irrefrenable y creciente de leer a Houellebecq que no experimento con ningún otro autor. Pero nunca en el sentido en el que lo entendería él –«un libro que nos gusta es ante todo un libro del que nos gusta el autor, al que deseamos conocer y con el que apetece pasar los días» (Sumisión, pág. 14)–, por lo que en desentrañar las razones de esa nostalgia, a ver si alguno de los que pasen por aquí coincide –si es que comparte primero mi rara añoranza–, van las líneas que siguen.
Son cada vez más las cosas que uno puede pensar, pero que bajo ningún concepto debe expresar si no quiere terminar siendo aniquilado. De hecho, son cada vez más las cosas que uno ni siquiera puede pensar aunque sepa que no las va a expresar –así funciona el control social de la cultura de la famosa cultura de la cancelación–. El silencio autoimpuesto y la vigilancia constante sobre uno mismo pueden ser agotadores. Houellebecq es ese oasis en el desierto del puritanismo ateo y progre en el que dar rienda suelta a toda la incorrección acumulada, y leerla, pensarla, en definitiva, deleitarse con ella en secreto o con otros lectores insurrectos que comparten el mismo pacto literario con la ficción.
La insurrección de Houellebecq
La incorrección de Houellebecq no es, por supuesto, tan rompedora, ni mucho menos escandalosa. No es ningún outsider de la literatura. Hay más polémica en la persona que en el escritor, y lo explícito sexual en su obra no debería incomodar a nadie en la era de la normalización del porno y la prostitución –OnlyFans, etc.–. Tampoco en la cuestión migratoria es el monstruo que dicen, será porque nadie se acuerda de El campamento de los santos de Jean Raspail –está descatalogado y ninguna editorial se atreverá a reeditarlo ahora–; ni siquiera su supuesta misoginia es tal en su literatura: sus protagonistas femeninos son siempre una vía de salvación en un mundo condenado al fracaso.
Pero es que no es el grado, sino el fondo de esa incorrección lo que me resulta tan atractivo de su narrativa y me hace añorarla. El hecho de que tanto el protagonista que nos presenta como la historia que nos cuenta una y otra vez –porque sus novelas son la misma historia y el mismo protagonista una y otra vez– nos ponen ante un espejo y nos desvela quiénes somos, quiénes hemos dejado de ser, o en quiénes podríamos convertirnos: personas que no esperan nada de la vida, que llenan su vacío de placeres superficiales, pero también personas que no se rinden en el intento de encontrar una pequeña luz, aunque solo fuera por casualidad, un tanto de felicidad que dote de un propósito siquiera fugaz a una vida; también son nuestras dudas y nuestras miserias en una Europa que ha perdido el norte, que ha abandonado sus principios fundacionales y es incapaz de encontrarse a sí misma.
Leerlo no me serena, pero me consuela, y hay pocas sensaciones como esa en la lectura, encontrarse en ella a uno mismo y al mundo que le rodea.
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Leyendo el articulo de mi conciudadano de Albacete, me reafirmo en mi idea de lo importante y necesario que es un autor como Houllebecq en nuestros días.