Con la calamidad valenciana -y luego las elecciones USA- se nos han olvidado otras cosas: Koldo, Begoña y también Errejón. Pero no hay que despreciar esto último, que tiene no sólo morbo -más aún, teniendo en cuenta que el día 12 comparece ante Su Señoría como imputado- sino también interés objetivo y no meramente coyuntural.
No es lo mismo que un hombre sea un seductor (sinónimo, según el DRAE, de “conquistador, enamorador, donjuán, casanova, tenorio, galán, retrechero”) o un burlador (“libertino habitual que hace gala de deshonrar a las mujeres, seduciéndolas y engañándolas”), aunque bien mirado tampoco estamos ante cosas del todo diferentes. La apelación a la deshonra –pérdida de la virginidad de la mujer seducida o burlada- se debe poner en conexión con el hecho de que el engaño suele consistir –solía porque todo suena a paleolítico: a machismo o, como dicen los modernos, a patriarcado- signifique el incumplimiento de una promesa de matrimonio, figura –los esponsales- todavía regulada en los Arts. 42 y 43 del Código Civil.
En eso no hay nada delictivo porque la libertad de la otra parte, la mujer (la víctima), ha quedado intacta. En el peor de los casos, habría sido objeto de un embauque y nada más (como el del reproche de la canción de La Lupe: “Teatro, lo tuyo es puro teatro, estudiado simulacro”). Algo de lo que ninguno estamos a salvo en ninguna faceta de la vida, no sólo en las relaciones interpersonales y de naturaleza afectiva y / o sexual.
Cosa distinta es que el tal seductor o burlador no se haya quedado ahí, y haya empleado armas ilícitas, aun quizá sin violencia formal o intimidación grosera, para conseguir el preciado trofeo. Desde las reformas del Código Penal de 2022 y 2023, se trata del delito de agresión sexual –sin consentimiento de la otra parte, sea cual fuere su sexo y su género-, en el bien entendido de que hay veces en que lo ilícito se encuentra en algo de interpretación tan sutil como el abuso de una situación de superioridad o vulnerabilidad de la víctima, o cuando ésta se encontrase privada de sentido, salud mental o, en general, tuviera “anulada por cualquier causa su voluntad”: Art. 178, en la versión en vigor.
Un precepto, por cierto, quizá excesivamente ambicioso porque, como bien dice Clara Serra, si todo es agresión acaba resultando que nada es agresión. Igual que, si a cualquier cosa le llamamos golpe de Estado, acabamos estando inermes cuando llegue uno de verdad: quien mucho abarca, poco aprieta. Ponerse tan tiquismiquis es lo que tiene.
Don Juan Tenorio es una obra de teatro del remoto 1844, en pleno reinado de Isabel II, en una sociedad que, vista con ojos de hoy, resultaba pacata hasta el grado de lo ridículo o incluso delirante. Pero lo cierto es que el protagonista encarna un arquetipo mítico, que España ha aportado al mundo: Mozart y Lord Byron se han ocupado de él. Todo parecía indicar que el hombre acabaría condenándose para la vida eterna –hay que ponerse, se insiste, en aquella sazón-, pero resulta que al final Doña Inés le perdona –se habían enamorado y él también, lo que no suele estar en el programa de los seductores- y el protagonista, sólo con un punto de contrición, se termina salvando. En el texto no hay escenas de sexo explícito, pero el relato consiste en que el Don Juan se llevó al huerto –vamos a decirlo así- a cuantas mujeres se puso como objetivo, empezando por la propia Doña Inés. Siempre, se insiste, con modos versallescos: “sutil, llegaste a mí, como la tentación”, para decirlo con la letra del bolero Tú me acostumbraste, de Frank Domínguez.
Que, a estas alturas, bien entrado 2024, todo ha cambiado es algo notorio y que merece verse celebrado. Lo que debe ponerse de relieve es que los dos villanos oficiales, Rubiales y Errejón, si acaso son unos abusadores sexuales –al menos, de eso se les está acusando ante los tribunales-, resultan también unos pardillos: uno se contentó con un beso –un piquito: algo tan inocentón como ese“cariño limpio y puro” del que hablaba la canción de Armando Manzanero- y el otro, peor todavía, porque se arrancó por bulerías y al final se quedó con dos palmos de narices, porque, pese a cerrar el pestillo de la puerta, no pudo –por la razón que fuere- rematar faena alguna. Un verdadero fiasco: al neoliberalismo le fallaron las fuerzas justo cuando más falta hacían. Vaya con el neoliberalismo: un tigre de papel. Mucho ruido y pocas nueces. Ya no asusta a nadie. Y es que el relato de Elisa Mouliaá recuerda sospechosamente al de la historia de Urania Cabral.
A ver la Sentencia que se les termina dictando a las dos criaturas, pero de momento todo parece indicar que si han llegado a una situación judicial tan delicada es sólo por su extrema torpeza, porque están muy lejos de, por ejemplo, un Bertín Osborne o, en otras épocas, un Julio Iglesias, que el único peaje que han tenido que pagar por su despliegue –impactante en cantidad y más aún en intensidad- ha sido el de, a veces, unas pruebas de paternidad y, todo lo más, el reconocimiento de la criatura. Rubiales y Errejón, sin embargo, se quedaron a muchas leguas de haber llegado a siquiera rozar esa tesitura. Sí, sus destinos son harto tristes. Es natural que, aunque no lo digan, en el fondo se sientan objeto de un trato desigual y discriminatorio: ¿por qué yo sí, que apenas he dado un simple arañazo, y ellos no?