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19 Sep 2024
19 Sep 2024
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Suspiros de España

Estoy convencido que en el caso de que el referéndum acerca de la independencia de Cataluña se haga –y vista la trayectoria cabe imaginar que se hará-, si en lugar de ser de carácter regional se celebrase a nivel nacional, nos encontraríamos con la sorpresa de que quizá los votantes catalanes dijeran no a la misma, y el resto de España votara abrumadoramente sí

Fotografía de: Europa Press

Entre los exiliados tras el drama de la guerra civil y los emigrantes españoles que buscaban fuera de nuestro país un futuro mejor, un pasodoble se convirtió en símbolo de la nostalgia por la patria abandonada, Suspiros de España, que, compuesto a principios del siglo XX en Cartagena, había popularizado la cantante y actriz Estrellita Castro en la película del mismo nombre. Quienes, por otros motivos, hemos vivido alguna etapa de nuestra vida fuera de España, también en algún momento, sumidos en la melancolía, lo hemos tarareado, pensando en el retorno.

Estos pasados días, mientras en la cercana lejanía que me proporcionaba la ciudad de Tánger seguía la actualidad política española, me ha venido a la mente la música del viejo pasodoble. He suspirado, de tristeza, de rabia, de impotencia e indignación ante el vergonzoso y humillante espectáculo al que nos ha sometido nuestra cada vez más impresentable clase política con el esperpento de la aparición/desaparición de Puigdemont en Barcelona, sin que nadie lo impidiera, sin que se le detuviera como era obligatorio, sin que el presidente –desaparecido en Islandia- diera la más mínima explicación, sin que Marlaska dimitiera. Sin que pasara nada, porque nada pasa ya en esta cada vez más devaluada democracia española, donde el deseo enfermizo y patológico de poder de un ególatra narcisista nos ha conducido a un nivel de degradación institucional del que costará lustros recuperarnos, máxime cuando la oposición manifiesta un grado similar de mediocridad, de cortedad de miras, de inanidad intelectual.

Suspiro por España. Porque una nación con una historia, con una cultura, con una proyección como la nuestra; con un potencial humano extraordinario, con unas posibilidades inmensas, se está precipitando, más allá de las rimbombantes y publicitarias manifestaciones oficiales, hacia el desastre. Porque un país que no es capaz de respetarse a sí mismo, una nación en la que las instituciones están cada vez más sujetas a un voluntad de poder que, más allá de su propia perpetuación, no tiene ningún proyecto de estado, al albur de lo que le van exigiendo sus socios/extorsionadores, aquellos para quienes el marco común de convivencia, la nación española, es un objeto a destruir y sólo les interesa para lograr su objetivo, sus mini estados, construidos desde un imaginario decimonónico que cualquier persona que se denomine a sí mismo progresista –qué sea esto es otra cuestión- debería rechazar, por egoísta, insolidario, xenófobo y racista. Una pervivencia metamorfoseada del viejo carlismo que desgarró con tres guerras civiles la piel de toro durante el siglo XIX. Un ideario basado en mitos falsos, tergiversaciones de la historia junto a mentiras flagrantes sobre la misma –los 133 “presidentes” de la Generalidad-, idealizaciones acerca de un Volksgeist eterno y de una futura edad de oro que, libres de la opresión de la malvada España y de la tiranía madrileña, conducirá a unas cotas insospechadas de prosperidad y riqueza. Delirios que hemos comprobado cómo han conducido a guerras, matanzas, destrucciones en la propia Europa, como ocurrió con la implosión de un estado mucho más artificial que el nuestro, Yugoslavia.

Lo dramático es que todo ello ha sido asumido por quien tenía que oponerse por obligación institucional. Quizá lo hubiera hecho si esto le asegurara réditos políticos, pero la matemática de su derrota el pasado año  ha obligado a vender como virtud lo que es triste necesidad, a recuperar el nunca olvidado discurso confederal para justificar la ruptura de la solidaridad común entre los españoles. Obviamente sin haber hecho de ese proyecto sobrevenido un punto claro de su programa electoral. Porque plantear cambiar el marco del actual es perfectamente legítimo –tanto si es un proyecto federal, confederal o centralizador- pero ha de hacerse con perfecto conocimiento de la ciudadanía, ofreciendo un modelo coherente, no de modo oculto, subrepticiamente, sin que lo que a todos atañe sea por todos decidido.

No somos conscientes del daño que se está haciendo a la convivencia entre los españoles. Quizá muchas de las consecuencias no las veamos ahora, pero a la larga, el desprestigio institucional, la ruptura del marco solidario de convivencia, llevará a conflictos. La prepotencia, la chulería barriobajera, la manifiesta desigualdad de trato ante la ley, antes o después, socavarán el pacto social. Porque quienes están al servicio de la ciudadanía –y los políticos, desde el presidente del gobierno al último concejal de aldea están a nuestro servicio, y no al revés- deberían ser ejemplares. O si no lo son, disimularlo. El uso partidista de las instituciones, el empleo de los bienes públicos como si fueran propiedad personal, la colonización de espacios que deberían ser objeto de neutralidad, van alejando a los ciudadanos de una clase política por otra parte gris, mediocre, cuando no directamente incapaz.

Puede que sea demasiado apocalíptico, pero el cuadro es desolador. Sobre todo porque la falta de una verdadera y fuerte sociedad civil en España impide la reacción adecuada de la ciudadanía, muchas veces pasiva, otras veces cómplice porque son “los míos”. Tal vez sólo cuando el hartazgo se desborde veremos estallar, entonces de modo incontenible y destructor, toda la rabia y el enfado acumulados. Hay signos. Estoy convencido que en el caso de que el referéndum acerca de la independencia de Cataluña se haga –y vista la trayectoria cabe imaginar que se hará-, si en lugar de ser de carácter regional se celebrase a nivel nacional, nos encontraríamos con la sorpresa de que quizá los votantes catalanes dijeran no a la misma, y el resto de España votara abrumadoramente sí.

Quizá sólo nos quede, entre melancolía y dolor, suspirar por España.

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