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28 Sep 2024
28 Sep 2024
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Ulises y su encuentro con los Lotófagos

El encuentro entre Ulises y los lotófagos nos brinda una importante lección. El olvido interesado o no de la historia puede condenar a una sociedad.

Narra Homero en el Canto IX de la Odisea cómo Ulises, en su periplo de regreso a Ítaca, acogido por la hospitalidad de los feacios y de su rey Alcínoo, rememoró para el monarca las aventuras que había vivido desde la caída de Troya. Una de ellas fue lo que le aconteció, junto a sus compañeros, en el país de los lotófagos. Estos se alimentaban de la flor del loto, que tenía la propiedad de hacerles olvidar el pasado. Ulises, tras desembarcar, envió exploradores que fueron acogidos amistosamente, dándoles a comer el dulce fruto del loto, de modo que los visitantes ya no querían volver a las naves, olvidando que tenían aún un largo camino por delate. Sólo la intervención del héroe, quien a la fuerza, a pesar de los lloros y protestas de sus compañeros, los arrastró hacia las embarcaciones, impidió que se quedaran en aquella tierra sin pasado y sin memoria.

El episodio ha servido de inspiración para muchas reflexiones acerca de la importancia de mantener el recuerdo del pasado en nuestra memoria. Sin duda alguna, somos lo que somos como fruto de una historia personal, que se ha ido construyendo día a día, inmersa en otra historia más amplia, la de nuestra familia, nuestro entorno, nuestro ámbito social, cultural e histórico. Por eso, cuando nuestra memoria comienza  a fallar, nos sentimos perdidos, sin rumbo. Nada más doloroso que la experiencia de un ser querido que ya no nos reconoce porque sus recuerdos han sido fagocitados por alguna enfermedad.

La importancia de la memoria frente al olvido y la tergiversación

La memoria, el recuerdo del pasado, personal y colectivo, es lo que da sentido a lo que somos, explica quiénes somos y lo que nos permite construir el futuro. Es por ello muy preocupante el olvido de nuestro pasado histórico, la ignorancia generalizada de la historia que sufre nuestra sociedad. Un olvido que es fruto de unos desquiciados modelos educativos que han conducido a una catástrofe de la que creo no somos conscientes. Cada año, al comienzo de curso en la Universidad, puedo comprobar los ínfimos niveles de conocimiento histórico –y no sólo histórico- que acompañan a las nuevas promociones que estabulamos en nuestras aulas. Una ignorancia que llega a extremos como el que viví este mismo curso cuando, como en el chiste –pero el drama es que no era chiste-, me preguntaron acerca de Ortega y Gasset como dos figuras diferentes. Un desconocimiento en parte consecuencia de la falta de hábito de lectura, del desinterés por aprender más allá de lo meramente práctico e inmediato. A lo que se suma la manipulación del pasado por parte de ciertos grupos ideológicos, mediáticos o desde los propios poderes políticos.

Es urgente reivindicar la necesidad de una buena formación histórica para asegurar una verdadera calidad democrática. Ignorar el pasado es la mayor garantía de que podemos ser manipulados, convertirnos en marionetas en manos de cualquier demagogo de turno. El desconocimiento de nuestra historia, además, nos impide comprender los problemas del presente, que, por lo general, arrancan de un pasado más lejano que lo que el adanismo de una clase política manifiestamente mejorable puede intuir. Siempre he insistido a mis alumnos de Políticas que para analizar correctamente las cuestiones del presente hay que retrotraerse a unos orígenes que van más allá de los límites de la Contemporaneidad, pues problemas que pueden parecer candentes, con frecuencia se alimentan de acontecimientos de un pasado incluso medieval. No se puede comprender la actual situación en Cataluña o el País Vasco, donde sí se ha cuidado construir, en el sentido más pleno de Hobsbawm, una tradición histórica marcada por la agenda nacionalista, sin analizar lo sucedido no sólo en el siglo XIX, sino en los finales del Antiguo Régimen. Estos días veíamos cómo, en otro ámbito geográfico, se empleaba un mito, el de los Comuneros, que nace con el liberalismo reinterpretando un acontecimiento de principios del XVI.

La verdad no la marcan las agendas políticas

Necesitamos conocer nuestra historia, pero no la manipulada desde los poderes políticos con leyes que, con justificaciones más o menos auténticas, lo que pretenden es imponer una verdad oficial. Una historia que, desde el análisis riguroso del pasado, huya tanto de las leyendas negras, acríticamente asumidas por una sociedad como la española tan dada a la autoflagelación, como de leyendas rosas, utilizadas también como estandarte de determinadas agendas políticas. El pasado de una sociedad, como el personal de cada uno de nosotros, está marcado por luces y sombras, por errores y aciertos, por momentos de incertidumbre y por etapas de desarrollo y crecimiento.

Los lotófagos vivían felices. Sin pasado, sin futuro, en la inmediatez de un presente en el que satisfacían sus necesidades más básicas sin mayores complicaciones. Nosotros corremos ese riesgo, haciendo realidad la terrible distopía de Huxley en Un mundo feliz. Pero esa aparente felicidad no es sino la manifestación más refinada de una terrible esclavitud, la que nos ata al sometimiento de cualquier aprendiz de dictadorzuelo capaz de manipular los instintos básicos de las masas ignorantes. Sólo así se puede comprender la terrible bajeza moral a la que estamos asistiendo en nuestro país.

Quizá los historiadores tenemos una grave responsabilidad en que la sociedad desconozca su pasado, olvidando –como lotófagos- nuestro papel de difusores del conocimiento histórico, dejado muchas veces en manos de verdaderos manipuladores –y manipuladoras con miles de seguidores-. Recuperar esta misión, esta verdadera vocación de heraldos de Clío es una de las más urgentes tareas que tenemos pendientes.

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