El nuevo presidente electo de EEUU, Donald Trump, ya ha empezado a avanzar algunas de las líneas estratégicas de su futuro programa de gobierno y uno de los pilares en materia económica, junto con las rebajas de impuestos y la desregulación normativa, es la política arancelaria. Trump es proteccionista. Sus lemas de campaña, como el clásico America First o Make America Great Again, dan buena cuenta de su marcado tinte nacionalista a nivel político y sus evidentes reparos hacia el comercio global.
Y prueba de ello es que amenaza con imponer aranceles del 35% a China e incluso del 25% a Canadá y México, siendo estos dos últimos países miembros del Tratado de Libre Comercio firmado por el Gobierno de EEUU. Además, Europa también está en la diana, de modo que las subidas arancelarias podrían afectar a un volumen de transacciones comerciales próximo a 2,7 billones de dólares al año, con consecuencias muy negativas sobre el conjunto de la economía mundial.
El problema de este tipo de medidas es que es bidireccional, de modo que, en caso de materializarse, podría provocar una nueva e intensa guerra comercial, ya que los países afectados podrían hacer exactamente lo mismo con los bienes y servicios procedentes de la economía estadounidense. Se trata de una peligrosa espiral en la que todos, tarde o temprano, acaban perdiendo.
La última gran guerra comercial tuvo lugar durante el crack del 29 y la posterior Gran Depresión de los años 30. Tras el desplome bursátil, EEUU aprobó el arancel Smoot-Hawley, que llegó a encarecer hasta un 60% cerca de 20.000 productos con la excusa de proteger de la competencia extranjera a la industria nacional, golpeada entonces muy duramente por la crisis económica. Pero el resultado obtenido fue justo el contrario.
La medida obtuvo una respuesta similar por parte de los países afectados, frenando en seco el comercio mundial. Así, si bien la subida de aranceles redujo las importaciones un 40% en apenas dos años, las exportaciones estadounidenses se hundieron un 60%. Además, dado que muchas importaciones eran bienes de capital, los costes de producción aumentaron, afectando de lleno a los ya deteriorados márgenes de las empresas, con el consiguiente incremento del paro y del número de quiebras empresariales y bancarias.
La crisis se acentuó. El PIB real cayó un 30% entre 1929 y 1933, el desempleo se disparó del 3% al 25% y el sueldo de los trabajadores se hundió. EEUU, por tanto, lejos de ganar, acabó pegándose un tiro en el pie. Y con él el resto de países que apostaron por el suicidio comercial, que es lo que en realidad trae el mal llamado proteccionismo.
Dicho lo cual, y sin descartar en ningún caso que Trump pueda llegar a cumplir sus amenazas, lo más probable es que se trate de una estrategia de negociación. Es decir, de un farol para sacar algo a cambio, como la lucha contra el narcotráfico o la inmigración ilegal en el caso de México, la compra de más gas natural por parte de Europa o ciertas ventajas a nivel geopolítico con el gigante chino. No en vano, Trump es conocido en el mundo de los negocios por su talento a la hora de conseguir buenos acuerdos.
Y en este tipo de tableros lo habitual es aplicar tanto el palo como la zanahoria. Aún es pronto para saber cuál será, finalmente, la deriva de su Gobierno en materia de comercio exterior y si terminará cumpliendo sus amenazas. Pero lo que sí está claro es que los aranceles son nefastos y las guerras comerciales acaban generando pérdidas en todos los agentes involucrados. Es un juego de suma cero donde nadie gana. De hecho, todos pierden.