Como estudiante sé bien que el deseo de muchos profesores es que sus alumnos participen en clase y que lo hagan, no por obligación, sino porque realmente deseen aportar algo. El deseo de participar es señal de que los alumnos escuchan y razonan, de que están en clase no solo física sino también mentalmente. Hay profesores que dedican todo el curso a intentar rascar unas pocas palabras a sus alumnos, prueban distintas llaves buscando encontrar la que abra la puerta que los llevará a conectar con sus alumnos. Lo intentan con ahínco, pero por muy admirable que sea su esfuerzo, éste no garantiza que tengan éxito en su misión.
En este artículo no voy a hacer una crítica al sistema educativo actual, no hablaré de sus deficiencias ni de las posibles mejoras a implementar en él, tampoco me voy a centrar en el papel del Estado ni en el de los profesores, me voy a centrar en el papel de los jóvenes y en lo que yo, como estudiante universitaria, vivo en mi día a día.
En la etapa universitaria cabría presuponer que se encuentran alumnos más despiertos. La elección de una carrera universitaria indica una mayor especialización, una concentración de los gustos en algo un poco más concreto. Pese a ello, los profesores universitarios se encuentran con alumnos silenciosos, alumnos que no opinan ni muestran especial interés en las materias impartidas en el aula. ¿A qué se debe este silencio? Hay más universitarios que antes, eso es un hecho. Antes, tener un grado universitario era un elemento diferenciador frente al resto, ahora ya no. No es extraño que quien no sepa qué camino seguir opte por alargar su etapa como estudiante y, en consecuencia, las aulas universitarias están llenas de indecisos, están llenas de gente que no sabe dónde quiere estar. Lo anterior hace que sea necesario diferenciar entre dos grupos, en el primero se ubican quienes no opinan porque no tienen un criterio propio, es decir, no tienen ninguna opinión, y en el segundo grupo se ubican quienes sí tienen un criterio propio, pero aun así deciden callar y no expresarse.
Aunque no quiero dar por perdidos a los del primer grupo, prefiero centrar mi atención en los del segundo, pues es donde a veces cometo el error de ubicarme, lo hago cuando elijo callar en lugar de hablar, a pesar de tener algo que opinar. Vergüenza, miedo, inseguridad o puro pasotismo. Las razones que hacen callar a los jóvenes son diversas, pero el resultado es el mismo: el silencio, silencio, incluso frente a las preguntas más obvias. Recientemente, una de mis profesoras hizo una pregunta que captó mi atención: nos preguntó qué nos habían hecho, de qué forma nos habían aplanado y silenciado para que ahora no fuéramos capaces de contestar a sus preguntas.
Conforme crecemos adquirimos una mayor conciencia de lo que nos rodea, nuestras relaciones se vuelven más complejas y los errores que cometemos dejan de poder achacarse a la edad, dejan de ser fácilmente justificables. Es por ello que creo que vamos adquiriendo un mayor miedo a hablar en público y una vez se entra en esa dinámica es difícil salir de ella, hay quienes arrastran ese miedo durante toda su vida. Pero el miedo a hablar solo se puede perder hablando, y al igual que la prudencia es una virtud, también lo es la osadía. Además, hay que recordar que una opinión distinta no es necesariamente una opinión equivocada, y que el silencio trae consigo una derrota, no una victoria.
La queja habitual entre la población joven es que no se la tiene en consideración, que no se la escucha. Oigo muchas quejas pero poca autocrítica. Es nuestra responsabilidad demostrar que sí que tenemos una opinión, si queremos que se nos tenga en consideración bien tendremos que ser merecedores de estar en el punto de mira. Por eso solo me queda decir que sí, que muchos jóvenes sí tenemos opiniones propias y que sí, pensamos, pensamos mucho más de lo que se cree, pero menos de lo que deberíamos.