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16 Mar 2025
16 Mar 2025
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La naturaleza de María Negroni

Solo hay una forma de conocimiento auténtica: el desolvido. Algo que los antiguos reconocían en el acto del desvelamiento.

La escritora María Negroni tiene una figura delicada, gestos elegantes y una mirada intensa. Todo en ella exuda entusiasmo y meditación. Uno no quiere dejar de escuchar esa voz acogedora, con acento argentino, de la que una y otra vez emanan perlas de sabiduría que resulta imposible obviar.

Estrecho su mano, firme y diminuta, en el recibidor del Hotel NH Nacional de Madrid, frente al Jardín Botánico, un lugar ideal para evocar las páginas de su último libro, La idea natural (Acantilado, 2024), ensayo en el que la escritora de El corazón del daño (2020, Random House) rastrea una estirpe de artistas como Derek Jarman y John Cage, así como de escritores como Johann Wolfgang von Goethe o Alexander von Humboldt que, igual que ocurriera en el ya celebérrimo fragmento borgiano, distraen el autorretrato bajo la mentirosa efigie de una cartografía del mundo.

Sólo hay una forma de conocimiento auténtica: el desolvido. Algo que los antiguos reconocían en el acto del desvelamiento. Ver aquello que es y, llegado el caso, puede que incluso simbolizarlo. Con palabras. Retirar el velo de la apariencia de las cosas para mejor conocer el Uno que se esconde tras ellas. Atrapado en la fragmentaria estela de lo múltiple. La esencia, lo sustancial, aquello que alguna vez se llamó voluntad creadora. Eso: espíritu. Alma del mundo. Soplo divino. Ahí fuera; y, asimismo: aquí dentro.

También la autora del ensayo se esconde, como nos confiesa al poco de sentarse, tras las biografías del conjunto de personajes seleccionados; y es desde ese anclaje que, en la ocultación que habilita el desocultamiento, despliega un autoconocimiento tras el cual se esconde la más profunda tentativa de aproximación al gran Misterio del universo que usualmente denominamos: Realidad. No hay diferencia alguna entre el conocimiento de la realidad y el conocimiento de uno mismo, porque ambas tareas son solo una y la misma cosa.

“Prefiero leer a escribir”

Estas son algunas máximas que Negroni despliega a lo largo de media hora de conversación en una agradable charla de finales de invierno:
Captar la Naturaleza es captar el libro de Dios. En la Naturaleza se ocultan los enigmas del ciclo vital humano. Todos los personajes del libro tienen en común la huida de los hombres y de los orígenes, van en busca de lo desconocido y se desplazan. Un ejemplo de ello sería Rousseau, el filósofo misántropo, o Wittgenstein, que habitó en una cabaña. Son pensadores que pretenden fundirse en la Naturaleza aunque la distancia con ella venga marcada por la escritura. Es un poco lo que Emerson le dijo a Thoreau: puedes escribir el bosque, pero no serás el bosque. Es algo que ocurre porque, al usar la palabra pájaro, me alejo y amputo la Naturaleza del pájaro. Me interesa la escritura de la Naturaleza, como se la lleva a las palabras, no la Naturaleza misma. Contar lo que se escapa con palabras: la Naturaleza de lo que somos”.

“Creo que me gusta hablar de cómo pienso por medio de otros escritores porque ante todo me defino como lectora. Prefiero leer a escribir. Solo en El corazón del daño he hablado de mí sin disfraces, pero en todos mis libros, tanto los que han llegado a España como los que solo se pueden encontrar en Argentina, incluyendo La idea natural, hay algo profundo de mí. Por ejemplo, cuando invento un autorretrato de Darwin. En este último libro me defino, sobre todo, cuando hablo de Thoreau o de Emily Dickinson que permanecen solos en su casa, escribiendo y leyendo. Con el lenguaje uno mata lo que ama, y me gusta explotar esa tensión entre vida y escritura, por ejemplo inventando una carta de suicidio de Salgari o una epístola de Dickens a su editor”.

“Me preguntas por mi visión personal de lo divino. Por supuesto que Dios es la inmanencia, con el debido respeto a Dios. La Naturaleza es el libro de Dios, como bien demuestra el místico Ibn Arabi, cuyo relato de la Creación, transcrito tras su particular peregrinación a la Meca, está dictado por el propio Dios. Así pues, Dios dicta el mundo, lo escribe, aunque sea por medio de la voz del místico. Aunque mi visión particular de la Naturaleza está más en la línea de Spinoza. La obra de Lucrecio, en ese sentido, es un monumento. Por eso era importante para mí empezar el libro con ella. Es, junto a Plinio el Viejo, el primero que trabaja la Naturaleza como una desmesura delirante. Ambos se preguntan, en el seno de la Antigüedad, por el sentido del mundo. Y yo con La idea natural he querido hacer, de alguna forma, mía esa misma pregunta, ese delirio”.

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