Pocas imágenes hay más bellas que la contemplación, desde la otra orilla del Tormes, de un atardecer sobre Salamanca. El dorado resplandor que emana de las venerables piedras de la Catedral, de la Clerecía, de San Esteban o de cualquiera de las joyas arquitectónicas que la adornan, cuando son besadas por los últimos rayos del sol poniente, nos ofrece uno de los espectáculos más hermosos que el ser humano, a poco que esté dotado de sensibilidad, puede gozar.
Salamanca es una de esas ciudades que cuando uno la descubre se enamora de ella. Recorrer sus calles, asombrarse por los tesoros que nos muestran sus más diversos rincones, escuchar el sonido de las campanas mientras en el jardín de Melibea se evoca uno de los más extraordinarios textos de la literatura castellana… o sumergirse en el frenesí de la fiesta universitaria, rodearse del ímpetu vital de los estudiantes que, entre libros y clases, experimentan ese periodo único e irrepetible de la vida que es el paso por la Universidad, el mejor rito iniciático para cualquier ser humano.
Son múltiples las posibilidades que la ciudad del Lazarillo nos va regalando paso a paso y que podemos degustar serenamente o dejar que nos embriaguen hasta llegar al éxtasis de la exaltación vital.
Una ciudad ubérrima en arte, en historia, en ciencia. Y en la que surgió uno de los movimientos intelectuales más potentes, fecundos y ricos de la cultura occidental, la llamada Escuela de Salamanca, que, después de siglos, a pesar del olvido o la minusvaloración en la que su memoria se sumió en ocasiones, sigue dando frutos susceptibles de enriquecer nuestro pensamiento político, económico y cultural español, siendo un manantial vivificador para quien sepa acercarse y beber de sus aguas aún frescas y cristalinas.
Un caudal de pensamiento como pocas veces se ha dado en España y que, quizá por esa tendencia que tenemos a minusvalorar lo propio y ensalzar acríticamente lo ajeno, no ha encontrado el verdadero reconocimiento que se merece, y que sin duda, de haberse producido tal efervescencia intelectual en Cambridge, la Sorbona o Leyden, ocuparía un lugar privilegiado en la historia del pensamiento occidental.
La Escuela de Salamanca surgió en uno de los momentos más extraordinarios de la historia de nuestra nación. Más allá de la hegemonía política mundial, con la creación del primer verdadero sistema global, anterior y más potente que el sistema-mundo defendido por Wallerstein, se produjo en la península ibérica, especialmente en la Corona de Castilla, recién unida a Aragón tras el matrimonio de los Reyes Católicos y la herencia de Carlos I, una floración exuberante de las artes, las letras, la cultura y el pensamiento.
Las Universidades, tanto la novísima de Alcalá, fruto de los intereses humanísticos del cardenal Cisneros, como, sobre todo, Salamanca, alcanzaron un nivel que difícilmente se lograría después –de la situación del sistema universitario español, mejor no hablar, de momento-, en un proceso que duraría algo más de un siglo.
El origen de la Escuela se encuentra en un grupo de teólogos, encabezados por quien es considerado el fundador, Francisco de Vitoria, que abordaron las cuestiones más polémicas y actuales del momento, sin excluir ninguna por “políticamente incorrecta” que fuera. Sus conclusiones entrarían en diálogo, hasta el día de hoy, con las diferentes corrientes ideológicas posteriores, desde el absolutismo del siglo XVII hasta el liberalismo, con el que continúa una sugerente relación, capaz de aportar ideas muy potentes y fecundas.
Si algo les caracterizó fue, precisamente, el talante de libertad, con el que se distanciaron y diferenciaron de otras escuelas anteriores, ya fueran tomistas o escotistas. Fuertemente críticos con la escolástica decadente, buscaron la verdad por sí misma, sin atarse a ningún autor, aunque siempre buscaron inspiración en Santo Tomás de Aquino. Bebieron en las fuentes positivas de momento, con espíritu crítico, buscando los textos originales, expresando su pensamiento con claridad, usando un buen latín, si bien algunos escribieron también en castellano.
Preocupados por los asuntos candentes que les tocó vivir, reflexionaron sobre el descubrimiento, evangelización y conquista de las Indias, llegando a ser muy críticos al respecto, destacando en la cuestión de la llamada “duda indiana”, si bien su interés desbordó dicho tema, abordando cuestiones económicas de gran modernidad aún hoy en día.
Schumpeter dirá que fueron los fundadores de la economía científica. Francisco de Vitoria pondría las bases del derecho internacional o de gentes; Domingo de Soto realizó estudios económicos sobre la moneda, en los que es preciso distinguir entre el valor nominal y el real; Martín de Azpilcueta, defensor del origen democrático del poder político, la soberanía popular y el carácter de servicio de la monarquía; Luis de Molina, que junto a sus reflexiones teológicas acerca del papel de la libertad humana frente a la gracia de Dios, destaca por sus dictámenes económicos sobre los préstamos, los cambios y el precio justo; Juan de Mariana, del que les hablé al cumplirse el centenario de su muerte –que pasó sin pena ni gloria-; Francisco Suárez que defendía que el Estado no abarca toda la vida humana y que su finalidad es el bien común apoyándose en el consenso de los ciudadanos… son una muestra de esa pléyade extraordinaria de pensadores.
Hoy, con más urgencia que nunca, necesitamos que surjan pensadores que, como los salmanticenses, sean capaces de defender la libertad del ciudadano frente a unos poderes políticos cada vez más invasivos; que sepan denunciar las arbitrariedades de los gobernantes; que reivindiquen que estos deben buscar el bien común, no el particular ni el partidista. De ello dependerá nuestro futuro como verdadera democracia.