Las películas y teleseries de ricos están de moda; piensen en Barbie (2023), piensen en Air (2023), dos películas recientes que apenas son algo más que un anuncio interminable; porque así es el capitalismo, amigos: todos envidiamos un estilo de vida que no nos podemos permitir.
Trabajar es una actividad muy ingrata con la que nos conformamos para mejor desperdiciar nuestra existencia: esa maldición bíblica (no lo olvidemos) es una forma altamente desagradable de morir en vida, que además reporta escasos beneficios personales (antes lo contrario); mientras que, de otro lado, coleccionar obras de arte y amontonar objetos caros mientras otros aduladores te limpian la casa resulta mucho más sano y estimulante.
En el siglo XIX una desigualdad tan lacerante y por completo falta de cohesión social habría provocado revueltas; hoy en día, sin embargo, reporta espectáculo continuado y diversión mediática. También en esa misma época, la del Romanticismo y el Decadentismo (que hoy añoramos con largos suspiros de negra melancolía), estaba de moda viajar desde el Norte hasta el mediterráneo, a la manera de Goethe o Byron, para conocer la esencia perdida de Europa. Hoy por hoy ocurre que, para nuestra desdicha, los McDonald’s abundan por todas partes.
Los vestigios del paraíso perdido
Aquellas experiencias gloriosas de búsqueda del Absoluto por medio de rastreo físico de los vestigios legados por el Paraíso Perdido de la civilización han dejado para la posteridad grandes libros de viajes, como Roumeli (1966), de Patrick Leigh Fermor, o extraordinarias novelas, como La muerte en Venecia (1912), de Thomas Mann; si bien, para cuando estas obras aparecieron, el Grand Tour se estaba yendo al carajo a marchas forzadas; y por culpa de los turistas invasores y el comercio desmedido, claro está, dado que desde hace cosa de un par de siglos los nuevos ricos disfrutan pasando a cuchillo (también a nivel estético) a los viejos aristócratas del continente otrora más brillante, y ahora por fin más rematadamente decadente.
Debemos al Grand Tour, o a las postrimerías del Grand Tour (si queremos ser precisos), una de las grandes novelas del siglo XX: El talento de Mr. Ripley (1955), de Patricia Highsmith, ese genio del noir más corrosivo sólo comparable a Raymond Chandler, Jim Thompson y James Ellroy en su inmenso talento. La novela, como digo, es una obra maestra incontestable, absoluta, de la literatura: personajes y ambientes, ritmo y trama, diálogos y descripciones, tema y simbolismo… Todo en ella es perfecto y está curtido por una mano artesanal, como un reloj bien calibrado.
El talento de Mr. Ripley
Esa escritora de enorme calidad llamada Highsmith nos regaló una las grandes obras universales sobre el mal, traída directamente desde las profundidades de su propia psique conturbada y en el marco nada inocente de un escenario lleno de arte y vitalismo incomparables: esa Italia a la que antes se viajaba desde Gran Bretaña, igual que ahora se hace desde Nueva York. Por no hablar de que Tom Ripley, alfa y omega en forma de protagonista, al que más tarde esa mujer pesimista, lesbiana, alcohólica, misántropa y soltera dedicó toda una serie excepcional de secuelas, es uno de los tipos más inolvidables con los que cualquier lector avezado ha podido cruzarse en esos estrechos pasillos formados por hileras de palabras y trazados en blanco y negro que contienen en su interior los libros.
En blanco y negro se destaca también la más reciente adaptación de la obra: Ripley (2024), producida por Netflix, que tiene 8 episodios y está escrita y dirigida en su totalidad por el armenio Steven Zaillian (American Gangster o El irlandés), y que viene a sumarse a otras adaptaciones anteriores: A pleno sol (1960) y El talento de Mr. Ripley (1999); y donde, dado que su elenco, más humilde que el de sus antecesores, no cuenta ni con la belleza escultural de Alain Delon ni con la abierta ambigüedad de Matt Damon, Zaillian lo ha apostado todo a la estética decadente del Grand Tour. Ya lo hemos dicho: cargando cada plano de una morosidad de detalles que destaca en blanco y negro. Haciendo suya la historia original de Highsmith que, con arrojo y sin vergüenza, acertando tanto por ello como cayendo en el error otras muchas veces, añade múltiples detalles a la trama, en forma de variaciones e interpretaciones que no estaban en el libro.
Es obvio que la miniserie de Zaillian bebe del éxito de series como la sobrevalorada Succession (2018-2023) o la insoportable película Saltburn (2023). El público quiere ver a niños jóvenes y guapos, como los mediocres Jacob Elordi o Timothy Chalamet (antes modelos que actores), y Zaillian sabe aprovecharse bien de ese filón con su “versión gay”, encarnada en el actor Andrew Scott, un secundario habitualmente inadvertido que ofrece aquí una interpretación inquietante y poliédrica; y el resultado le sale bien, a pesar de sus errores: Ripley (2024) es buen cine.
Y es que, a pesar de su condición de miniserie, Ripley (2024) recrea el mismo cine que hace tiempo ha desaparecido de la cartelera y que uno debe buscar, como si de un Grand Tour hodierno se tratase, en los lugares más recónditos: incluso donde uno menos se lo espera, como Netflix; por suerte, los libros de Goethe, Byron, Mann, Fermor o Highsmith no envejecen; y tierras como España, Francia, Italia o Portugal siguen siendo preciosas… A pesar de los McDonald’s. Todos son destinos literarios y cinematográficos más que recomendables, en tiempos de decadencia, para mejor mitigar la alarmante ausencia de glamour (o simplemente de estética) característica de este Fin de Época.