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Estás ahí. Lo has conseguido. Desde que eras un mocoso has querido eso y ahora por fin lo tienes. Esta vez te han nominado. Eres tú. Y nadie más. Tu nombre. Pasarás a la Historia, todos lo saben, sus miradas de envidia no pueden ocultarlo. Justo ahí. Porque los premios están para no morir en el día, con el resto de estrenos, dado que a cambio inscriben tu nombre en una lista especial, inmarcesible, consagrada al futuro para siempre. Es la lista de los mejores. Y ahora formas parte de esa selecta inscripción.
Y aunque todo el mundo conoce quién va a ganar qué de antemano, como ocurre casi siempre, existe un mínimo de sorpresa que te hace soñar con esa imagen: la tuya en el escenario. Disfrutando de la parafernalia narcisista. La emoción. El discurso. Los aplausos.
Esa puta estatuilla dorada sepultada bajo tus manos, atenazada entre tus dedos. Y, sobre todo, un nombre, el tuyo y el de nadie más, allí arriba de todo: encabezando la lista de los ganadores por los siglos de los siglos. El Óscar estará ahí, en el recuerdo de los aún no nacidos, incluso cuando tu cuerpo lleve mucho tiempo descompuesto. Para eso sirve la inmortalidad. Cualquiera lo sabe. Incluso los niños reconocen eso.
Llega el esperado día
Así que cuando por fin llega el día compruebas que todo esté bien. Quieres aparecer impecable y brillante como un meteoro imposible de olvidar una vez visto. El “show business” es lo tuyo y sabes cómo responder a la prensa para que te adoren. Carnaza, solo quieren carnaza, y conoces la dosis perfecta de buenismo que necesitan para mejor satisfacer su adicción. Es la representación de la representación: sabes a las mil maravillas qué papel debes interpretar.
Tu trabajo, al fin y al cabo, consiste en hacer lo mismo que ellos, solo que mucho mejor. Con garbo y con talento. Y además del vestuario adecuado, tienes una percha estupenda donde lucirlo. Máscara y disfraz, pues, son el pasaporte que te separa de la gloria. Ya está hecho, te repites una vez tras otra frente al espejo.
Luego, una vez dentro del panteón, cada vez que te enfoque el ojo de la cámara sabrás sacar a relucir el gesto adecuado para la ocasión: de nerviosismo, de tranquilidad, de ironía, de excitación, incluso de tristeza, joder, que al final todo esto va de emocionar al espectador con lágrimas de cocodrilo. Egos domésticos que se proyectan en egos televisados, por medio de mil millones de pantallas.
Sabrás aplaudir en pie, con convicción y un cierto aire incendiado, cuando se haga alguna reivindicación social. Sois vosotros, los ricos, quienes debéis velar por los intereses de nosotros, los pobres del mundo. Todo para camuflar la única verdadera emoción que se respira en el teatro: una ambición insaciable que abunda por doquier. Aunque nadie nunca esté dispuesto a decírtelo.
Un sueño cumplido
Un sueño cumplido. Toda tu vida te ha llevado hasta ese instante. Puro voluntarismo. Y aunque sabes que tan solo un segundo después de tocar la cima tu existencia comenzará a precipitarse, el precio de la caída no te importa demasiado. La envidia dejará paso a la indiferencia. Las miradas comenzarán a revelar tu nueva condición: una vieja gloria, una obsoleta pieza de museo, alguien que ya ha hecho todo aquello de lo que era capaz, un nombre pronunciado como una forma verbal expresada en tiempo pretérito. Adiós.
Cuando necesites gafas de sol para poder ocultar las ojeras generadas por el fracaso y el espejo no te devuelva otra cosa que un escupitajo por las mañanas, recuerda desde ese cementerio inimaginable que la única verdadera forma de permanecer en el recuerdo no está en la nominación, ni siquiera en el premio, ni tampoco en pasar de toda la farándula con aires de superioridad artística o parapetado tras la demagogia del rollo pseudointelectual, sino en atizarle una hostia al presentador de la gala en mitad del paripé, a la manera de Will Smith.
Aunque esa verdad, la puta verdad de la farándula y el negocio, es algo que jamás vas a escuchar, por desgracia para ti, porque en el fondo los premios nos importan a todos un carajo y somos nosotros los que nos divertimos a vuestra cosa fingiendo lo contrario. Y porque una noche al año queremos reírnos un rato a costa de lo más mediocre de este mundo: vuestra asquerosa ambición infantil.