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30 Jun 2024
30 Jun 2024
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Aprender a morir: el sentido de la vida

El hombre, como animal simbólico y mitológico, olvida su verdadero oro alquímico interior en favor de lo material. La libertad interior, la percepción de lo sagrado y la auténtica belleza se encuentran en el autoconocimiento y el despertar espiritual, más allá de la vida exterior y material

El hombre se distingue del resto del reino animal por ser capaz de emplear un lenguaje tanto connotativo como, sobre todo, denotativo; de ello se extrae que, antes que un animal consciente, incluso de un ser-para-la-muerte, como en efecto lo somos, el hombre es un animal simbólico y mitológico, un poeta capaz de dar encarnación a la sacralidad que lleva dentro de sí a través de actos rituales y de palabras mágicas, dado que todos los actos son potencialmente sacros: la magia es la toma de conciencia de ello para alterar la Naturaleza mediante la Voluntad y el Eros.

La alquimia, entre otros muchos dones, era capaz de conceder a sus mejores practicantes la potestad de convertir el plomo en oro; en cambio, el hombre moderno se ha echado en manos de lo material, de la consecución del oro físico, olvidando a cambio el verdadero oro alquímico: aquel que cada hombre porta en su interior. Los sueños son para el burgués, como antes los mitos para el campesino, recordatorios de todo un mundo subconsciente que le habla de su libertad interior. La casa del Ser sigue ahí, en nuestro interior, por mucho que el activismo volcado únicamente en la vivencia de lo exterior nos quiera persuadir de la inexistencia de esa libertad espiritual que llevamos dentro como un fuego inmarcesible.

Llamamos kairós al momento oportuno en que algo relevante acontece. Llamamos metanoia al cambio profundo que se produce en nuestro interior al abrirnos a ese momento que nos arranca de la vida mundana. Por último, llamamos hierofanía al instante de percepción de lo sacro que apenas se nos concede gracias a la iniciación a lo largo del proceso anterior. Provocando, en último término, la anagnórisis que en Occidente recibe el pío epíteto de revelación o redención. La visión del Ser que en esencia somos.

Platón, padre de la filosofía, autor de una obra que lleva siglos alimentando al Occidente solar y apolíneo, era apenas un comentarista de los mitos. En buena medida falsificó el legado de esos mitos, traicionando su componente lunar y dionisíaco, que en la civilización indoeuropea habitaba una coexistencia plena para las sociedades. A través de los ritos y de los mitos, de la liturgia y de la poesía, la civilización occidental lleva siglos recordándose a sí misma que el subconsciente existe y que debe ser liberado en los momentos de fiesta gracias a los cuales se equilibra la sociedad: se trata del potlach tragicómico que estructura mitopoéticamente cualquier cultura (civilización).

La desaparición del rito en Occidente, algo de lo que han hablado René Girard, Gaston Bouthoul o Roberto Calasso puso en manos de la literatura la labor de recordar dicha verdad; pero según la literatura ha ido desapareciendo, atendiendo a un terrible criterio de utilidad, de ocio que atenta contra el nec-otium, dejándonos huérfanos de esa misma verdad, el estado de la cuestión se ha agravado hasta un punto antaño impensable. Sin embargo, la literatura y su mensaje, la casa del Ser, aún permanece en nuestro interior, dormida, esperando a que nosotros durmamos para hacer su aparición nocturna: in dreams, que diría David Lynch citando a Roy Orbison.

Cada fogonazo de belleza que todavía podemos experimentar, cada arañazo legado por el mundo intermedio que se manifiesta sobre todo en sueños, es un aliento nuevo para la libertad interior que, desde hace siglos, el occidental trata de aniquilar con tesón. Cualquier hombre del Amazonas sabe lo que el científico más avezado desconoce: que hay fuerzas ocultas que subyacen a la vida; a eso, entendido como un don que cada hombre se concede a sí mismo, nosotros lo llamamos libertad. La movilización total, el olvido profundo del Ser, han hundido a nuestra civilización en la descomposición; y a nuestros corazones en la desgracia. A partir del Renacimiento y, sobre todo, de la Ilustración y la Industrialización, se ha acelerado el proceso de destrucción. Tras el colapso cada vez más inminente, el tiempo del mito renacerá.

Nietzsche señaló bien que, aunque en puridad el deseo se proyecta exterior; nuestro malestar es, ante todo, una inquina interior. Por más que en estas líneas se quieran señalar algunas razones exteriores de lo ocurrido; por más que se quieran señalar, aunque sea tenuemente, algunas respuestas prácticas ante la magnitud del problema; a pesar de todo ello, es necesario entender que el problema de la libertad es un problema interior; y que, por lo tanto, despertar o no a esa libertad personal es algo que depende únicamente de cada uno de nosotros. Porque la libertad es necesaria y todo lo demás, especialmente aquello relativo al mundo material, es puramente opcional y desaparecerá a su debido tiempo (vanitas). Un incordio para la calma y el silencio que necesariamente requiere todo camino ascético.

No necesitamos al prójimo ni su Infierno cuando el camino de autoconocimiento sigue siendo interminable. Toda la angustia formada por el efecto que los escombros exteriores tienen en nosotros puede ser eliminada de un plumazo si se sabe ejercer la voluntad. El resto es equipaje, insignificancia, ruinas que serán borradas por el silencio imperturbable de quien busca lo sagrado entre los pucheros. La debilidad, entonces, se demuestra únicamente como miedo, como ego, como un temor propio, íntimo, que rehúye la transparencia del silencio. A la libertad, en cambio, se debe llegar libre de equipaje: así son las normas de la ascensión. Íncipit autenticidad: sin nada que perder. Hasta en la peor de las cárceles la libertad es posible, si el sujeto encarcelado se la concede a sí mismo.

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