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12 Dic 2024
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Arqueología del paseante

El flâneur es un yogi europeo, un derviche occidental que carece de guías, mapas y puede que hasta de brújula para realizar su Teatro

¡Qué distintas resultan entre sí la nostalgia y la melancolía! Pesada y mundana, la primera, y profundamente metafísica, la segunda, su habitual confusión es una prueba más de hasta qué punto el hombre moderno ha abandonado todo ideal relativo a una Edad de Oro perdida y de un Paraíso ulterior al que poder retornar. Igual de diferente es el París contemporáneo de aquel otro mucho más esplendoroso en el que, desde los «decadentistas» finiseculares hasta la «generación perdida» de los «locos años 20», todos los grandes artistas del mundo iban a morir y a crear, es decir, a crear muriendo y a morir creando.

En cuestión de un puñado de décadas, el París iluminado por la Razón que criticó Joseph De Maistre pronto pasaría a ser el París de la Luz eléctrica por el que deambuló Charles Baudelaire: ese gigantesco burdel por el que se pierde Walter Benjamin en su colosal Libro de pasajes (1927), al que sólo la muerte pondría el punto final. El mundo industrial es, por naturaleza, un mundo de pasajes y desgarros en el que aún es posible contemplar las «flores del mal» entre vapores fabriles y gases metalúrgicos. Nuestro mundo postindustrial, más clínico y aséptico que aquel (y también más vacío), carece de todos esos encantos y espantos que hacen de lo humano algo tan natural como jovial, algo en el fondo desagradable y habitable: nuestras ciudades son simulacros de lugares confortables en los que realmente sólo pueden habitar los turistas.

El libro de Benjamin no es precisamente un poemario de Baudelaire: disperso, carece de concentración y esmero, una sucesión de apuntes para una obra incompleta que sólo culminaría en 1940 con un suicidio en Portbou, cuando el mundo occidental era ya este asqueroso vertedero desde el que escribo; y si algo dejó escrito Benjamin para la posteridad, un pensamiento, bajo la amorfa apariencia de un millar de apuntes, precisamente fue un manual para recorrer estas ciudades imposibles en las que nos ha tocado en suerte trabajar y vivir y sobre todo matarnos sin atisbo de sentido o estilo.

Leer el tan elegíaco libro de Benjamin significa, en nuestros días, recorrer todas esas calles y bulevares del pasado, transitar como un forense que también es cadáver atravesando un palimpsesto que el paseante debe recorrer con los pies antes que con los ojos: «El flâneur que marcha por la ciudad no sólo se nutre de lo que a éste se le presenta sensiblemente a los ojos, sino que a menudo se apropia del mero saber, incluso de los datos muertos, como de algo experimentado y vivido. La calle conduce al flâneur a un tiempo desaparecido. Para él todas las calles descienden, si no hasta las madres, en todo caso sí hasta un pasado que puede ser tanto más fascinante cuanto que no es su propio pasado privado. Con todo, la calle sigue siendo siempre el tiempo de una infancia».

Los «pasajes» a los que alude Benjamin son puntos de fuga que se abren en el adoquín más insospechado donde pace lo mundano, salidas trascendentes para un laberinto horizontal que sólo se puede escalar por arriba: hacia la Verdad. La movilidad colectivista de la masa es puramente física, mientras que la movilidad autoconsciente del paseante escapa de la muchedumbre por medio de una actitud existencial, a través de un anhelo de ser que avanza y se abre camino hambriento de Verdad. En el fondo, el flâneur es un prototipo de «emboscado» o incluso de «anarca», un hombre sospechoso que se «siente mirado por todo y por todos», y que se mueve camuflado entre grandes turbas urbanas: «El absolutamente ilocalizable, el escondido».

No, la soledad del flâneur no es síntoma de escarnio, ni supone oprobio alguno, más bien todo lo contrario: el «hombre diferenciado» logra apartarse de la masa incluso cuando no es capaz de huir de ella. Y con eso ya es bastante: su solitaria insignificancia, ese aislamiento inconfundible que impone la pequeñez más intrascendente, no es una marca peyorativa, sino una fecunda vía para hacer de las calles una casa, un hogar para el ser, con una mención especial para los bares, parques y cafés, esos templos del espíritu que todavía se erigen dentro de una sociedad secularizada.

El flâneur es un yogi europeo, un derviche occidental que carece de guías, mapas y puede que hasta de brújula para realizar su Teatro; sólo su memoria puede orientar sus pasos a través de ese particular Imago Mundi donde una Ariadna de mil y un rostros aguarda con el Hilo de la Verdad en cada esquina, desmadejando los recodos de una ciudad vivida, escrita y paseada hasta el agotamiento físico.

Si el psicólogo, como antes el cura, trata de radiografiar el alma del feligrés o paciente por medio del habla, el paseante no es otra cosa que un arqueólogo que explora la psique colectiva a través de su andar: así nace la «psicogeografía» estudiada por Iain Sinclair. Y lo que le mueve no es un simple sentimiento burgués de tedio, náusea o aburrimiento, sino algo mucho más metafísico y profundo: un intento por volver a habitar la «Tierra Baldía» en que se ha convertido el Mundo Moderno… No por casualidad el nacimiento del flâneur tal y como lo acuñó el traductor al francés de Edgar Allan Poe coincide históricamente con el nacimiento del detective decimonónico, quien, como ocurriera en los relatos del Padre Brown escritos por G.K. Chesterton, en el fondo no es otra cosa que un buscador de esa cosa tan teológica y existencial, la Verdad.

La Verdad es, como la Belleza o la Virtud, algo que emana del «Deus Absconditus», y que por lo tanto enardece al espíritu dotando a la existencia de unidad. Verdad, Belleza y Virtud permiten salir del eje horizontal del tiempo, abrir el ser a una trascendencia, habitar aquello que Martin Heidegger denominara en un comentario a Rainer Maria Rilke como «lo abierto» (Das Offene): con ello se alcanza un nuevo estado existencial donde se concilian el Cielo y la Tierra, lo Material y lo Espiritual: aquello denominado como «Cuadratura» (Geviert) en el pensamiento heideggeriano.

Es la búsqueda legítima de una «existencia auténtica», de un hogar, de una «casa del ser» donde hallar «cobijo» (Geborgenheit) y conciliar «lo abierto» (Das Offene) con «lo acogedor» (Das Geborgende). La autenticidad, desde el punto de vista espiritual, es sinónimo de unidad, de orden y jerarquía, de una construcción bien asentada sobre un centro espiritual de raíz trascendente: «Todo existir es un comprender(se) de su ser-ahí en el mundo».

Esta es la paradoja expuesta ante el flâneur: en el centro está lo abierto, sobre todo cuando lo excéntrico ha triunfado y domina sobre cualquier tentación de centrar la existencia. A través de la intimidad se genera una apropiación de lo externo por medio de lo interno, una realización en acto, acogedora, de lo abierto a través del corazón. El ser humano deja de estar arrojado al mundo cuando logra aprender a habitar de nuevo la existencia: «todo preguntar es un buscar que tiene una respuesta previa que viene de lo buscado».

La angustia existencial es un medio fecundo cuando permite transitar hacia una transfiguración del ser en la que es posible una nueva forma de habitar el mundo; sin embargo, estancarse en el tedio sin ningún tipo de asidero ontológico, anclarse en la náusea, en la sensación de ser extranjero en un mundo del que formamos parte de forma evidente, resulta terrible. Por eso es que el pensamiento de Heidegger resulta hoy más fecundo y necesario que nunca: «La filosofía venidera habrá de convertirse en un alentar: un alentar para el ser del ahí». Sobre todo cuando cada vez se hace más difícil salir a pasear tranquilo.

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