La noción teórica de «palimpsesto» acuñada en los años 80 por el padre de la narratología, el francés Gérard Genette, pone de manifiesto la esencia misma de toda escritura: en realidad no es otra cosa que una reescritura del pasado. Y nada más. Así, el «grado cero» de toda aventura textual no es, en el fondo, otra cosa que un «segundo grado de escritura». Se escribe sobre lo que previamente se ha borrado. Siempre.
El origen del término «palimpsesto» proviene de la cópula entre dos conceptos de origen griego: palin y psaein, que unidos harían referencia a la necesidad de grabar de nuevo lo ya escrito, a causa de la fragilidad de los materiales sobre los que se esculpían los textos antiguos. Todo texto nace, pues, con fecha de caducidad; tal y como ocurre con el conjunto de lo vivo. Los textos, como antes sus autores, nacen ya enfermos de muerte. Porque la enfermedad, cualquier forma de enfermedad, es aquello que nos regala a Dios para que bendigamos su nombre con la piadosa humedad de nuestras lágrimas.
Como ejemplo de lo anterior cabe citar al célebre Sexto Empírico, también conocido como Sexto el Médico, quien con su obra preservó una máxima de más de seis siglos de antigüedad en realidad atribuida al médico Herófilo: «La ciencia y el arte no tienen nada que enseñar, el ánimo es incapaz de esfuerzo, la riqueza inútil y la elocuencia ineficaz, si falta la salud». Unas palabras que ahora me llevan a recordar, con inevitable melancolía, un relato estremecedor de muerte y expiación, como pocos alberga la Historia de la Literatura: Bajo el signo de Marte (Mars, 1976), de Fritz Zorn.
La historia de Fritz Zorn es tan antigua como el mundo: un hombre se muere y como parte de ello nos lega el relato de su propia muerte. En ese sentido, a nadie puede extrañar su enorme admiración por Jorge Manrique de entre todos los literatos del pasado. El suyo es el testimonio de un paciente que resulta ser él mismo: hasta ese momento poco más que un estudiante consentido atiborrándose de café en una solitaria mesa de la cafetería de la facultad. Un trasunto real de un personaje dostoievskiano que en su fuero más íntimo desprecia la sociedad burguesa: esa que, a diario, celebra el tétrico triunfo del león sobre la gacela. Si hay un lugar en las letras para el suizo Fritz Angst, que firmó sus memorias con el pseudónimo de “Zorn” («cólera» en alemán), es el de ser uno de los grandes autores melancólicos del siglo XX.
Fritz Zorn murió de cáncer a los 32 años: «Yo soy el carcinoma de Dios… Tampoco él puede dormir de noche, retorciéndose, gritando y aullando en su cama». Las páginas de su libro póstumo, que han sido comparadas con los textos de clásicos contemporáneos de la talla de Louis-Ferdinand Céline o Thomas Bernhard, comienzan así: «Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. Provengo de una de las mejores familias de la orilla derecha del lago de Zúrich, llamada la Costa Dorada. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Mi familia es bastante degenerada, y probablemente también yo arrastre una notable tara genética y además esté dañado por mi entorno. Por supuesto, también tengo cáncer, cosa que se deduce automáticamente de lo que acabo de decir». Y, una vez llegado ese punto, la lectura ya no tiene vuelta atrás… Igual que ocurre con la marca de la muerte.
Desde el inicio, Zorn se sitúa en las antípodas de esa impostura mercantilista que hoy conocemos como «autoficción». En la autoficción suele primar un autor vivo que escribe pensado en los réditos personales que obtendrá una vez el libro haya sido publicado; mientras que Zorn nos habla desde la altura moral propia de un autor nacido en una época ignota: sabe que su texto aparecerá publicado únicamente tras su muerte. Y, haciendo recuento de su vida, ya prácticamente terminada, nos dice: «Con el cáncer existe una doble relación. Por una parte es una enfermedad corporal, de la cual probablemente muera en un futuro no muy lejano; por la otra, el cáncer es una enfermedad del alma de la que sólo puedo decir: es una suerte que haya hecho eclosión». Y es que, en un momento dado, Zorn incluso se muestra agradecido por su enfermedad… Ya que, al fin y al cabo, ha terminado de evitarle el padecimiento de sucesivas décadas de intenso sufrimiento grabado a fuego lento.
El libro de Zorn se compone de dos partes bien diferenciadas: unas memorias que abarcan hasta el padecimiento de su enfermedad, que todavía parece curable, y una coda escrita poco después donde el autor ya sabe casi con total certeza la inminente certidumbre de su propia muerte. Y quizás sea por el pesimismo irónico y descarado que se exhibe en la totalidad del volumen que a mí el autor suizo me recuerda al gran filósofo moralista del siglo XX: Emil Cioran.
Durante una beca en Berlín, cuando escribió esa pequeña obra maestra titulada En cimas de la desesperación (1934), Cioran consideró, a la edad de 23 años, que el entusiasmo podía ser una forma de amor. Igual que el amor, el entusiasmo es un tipo de acción que no depende del resultado ni se proyecta hacia un fin material en concreto. Como antes Cioran, Zorn demuestra ser un místico capaz de superar la dualidad propia del pensamiento occidental por medio de una entrega espiritual en nombre de algo que no se desprende de los dioses o de los dogmas, puesto que emana de una actitud personal: el entusiasmo. Porque, como toda forma de amor, entraña una postura vital que conecta con el centro (la vertical) de la existencia.
Para un enfermo incurable, la supervivencia no se desprende de la propia actitud frente a la vida. Zorn consideraba que, por su estilo de vida melancólico durante las primeras décadas de su vida, una enfermedad como el cáncer acabaría por encarnar antes o después; y justo por eso se permitió acoger dicha noticia con algo que sólo puede calificarse de: entusiasmo. En su escritura hay algo eterno que se alimenta de un entusiasmo situado más allá del tiempo, un entusiasmo que incluso es capaz de sobrevivir a su autor… A semejanza de la escritura. Como haría una enfermedad destinada a propagarse después de la desaparición de un cuerpo enfermo.
La sociedad y la cultura de Suiza, el estilo de vida burgués, la familia convencional, todo acaba corroído por la lucidez del autor. La escritura de Zorn, ese traductor de español y portugués que murió «en estado de guerra total», refulge preñada de melancolía, y ha sido capaz de sobrevivir a su autor; incluso diríase que, con seguridad, también nos sobrevivirá a todos nosotros. Zorn es un místico de la neurosis, un santo que padece la más aciaga y racional de las locuras: su entusiasmo es una forma de amor muy extraño; el de aquel que, no siendo capaz de amar su vida, demostró escribir con verdadero entusiasmo acerca de su propia muerte. Sin buscar otro objetivo que realizar el acto de la escritura en sí mismo.