Europa celebra cada 25 de diciembre el nacimiento de Jesús en Belén, que junto a su madre María y el carpintero José, se encuentra en un portal coronado por una estrella que marca el sendero para su adoración; la adoración del Hijo de Dios. Es por todos conocidos estas características, estos símbolos, no obstante he aquí donde comienzan los misterios. Pues si acudimos a la materia prima del cristianismo, al origen del Nuevo Testamento que son los Evangelios, comprobamos que no existe una destacada presencia de este evento y de las fechas correspondientes. Pues si algo destaca el cristianismo, si nos fijamos, es que alude a la propia muerte de sus santos, sus héroes, sus dioses; es decir, el martirio que sufrieron por defender la Fe y que les llevó a merecer la gracia divina, eso es lo importante. ¿Entonces?
El evangelista Lucas parece ser el único que se preocupa por ello, al relacionarlo con un ángel que se aparece una noche a unos pastores que habían sacado el ganado para anunciarles la llegada del Salvador. Sin embargo, y aunque no lo creamos, las noches en Próximo Oriente son más frías de lo que pensamos, por lo que la práctica de sacar el ganado por la noche se hacía en primavera y no en estas fechas. Fue así que las fechas bailaban entre el invierno y la primavera. Y no fue hasta 3 siglos después de la muerte de Jesús de Nazaret en la cruz, cuando la Iglesia Católica decidió fijar una fecha para conmemorar su nacimiento, tras haberse convertido en la religión oficial del estado romano tras las penurias de los siglos anteriores. Por ende, el Concilio de Nicea del 325 D.C. dictaminó una fecha: el 25 de Diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno.
La búsqueda de la luz
La fecha no fue escogida al azar como si se tratase de una lotería, las cosas en el mundo tradicional nunca han funcionado así, todo poseía un significado espiritual muy profundo. Y el Cristianismo, haciéndose eco de una de las frases más celebres de sus evangelistas, cuando Juan recogió en palabras de Cristo «yo soy la luz del mundo», decidió asimilarlo con una fiesta pagana que en el Imperio romano se celebraba con fervor en estas fechas, cuando el cristianismo aún era perseguido: Saturnales y el Dies Natalis Solis Invictus.
La primera de ellas, en honor al dios Saturno que era el dios del tiempo y coincidiendo con dicho solsticio, el mundo romano se preparaba para el final de ese ciclo anual que coincidía precisamente con las noches más oscuras del año. Por consiguiente, cada año se pedía que el sol no se detuviese en el firmamento, que renaciese para que su luz y calor trajera de nuevo la vida al mundo, y para ello había que darle fuerzas. En cuanto a la segunda festividad, esta se asimiló con la primera con el paso del tiempo. En el siglo III D.C. ya teníamos al cristianismo como una de las religiones más numerosas, junto con otra religión que también había surgido de oriente y que se volvió muy popular entre las legiones romanas, el culto a Mitra, un dios solar persa que además tenía su nacimiento un 25 de diciembre, en el solsticio. Este caldo de cultivo hizo que el emperador Aureliano dictaminara el Dies Natalis Solis Invictus, con el objetivo de hacer un culto al Sol Invicto, honrar un símbolo universal como el astro rey – la luz que ilumina el mundo – y cuyo renacimiento, el día 25, representaba el símbolo del triunfo de la luz de lo alto sobre las tinieblas.
Fue así que la Eucaristía cristiana terminó sincretizando este ritual y asimilándolo con Cristo, como la nueva luz que ilumina el mundo físico y espiritual de los seres humanos.
Por consiguiente, la celebración de la Navidad trasciende lo cósmico para inocular en nosotros, para que en esta época de recogimiento precisamente busquemos esa luz de lo alto como hizo Jesús. Pues Jesús se hizo Cristo, como la encarnación del Logos en la tierra, llegó para recordarnos que debemos despertar la chispa divina que habita en nosotros; a pesar de nuestras tinieblas, hay Gracia suficiente y eficiente en nosotros para despertar dicho Cristo.