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18 May 2024
18 May 2024
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Elogio de la ficción

En un mundo cambiante, la literatura sigue siendo crucial para preservar la libertad del conocimiento absoluto en la imaginación.

Después de mi corta experiencia biográfica e histórica, creo poder concluir que, quizás, la única gran esperanza legada por la literatura de la segunda mitad del pasado siglo es que el agotamiento del mundo físico gracias al implacable progreso técnico no derruye nuestra necesidad de vagar por territorios nuevos, por los campos abiertos del Ánima Mundi, ya que es de ahí que surge la invención de paisajes imaginarios, ciudades invisibles, cartografías de lo fantástico sólo al alcance de soñadores irredentos: los lectores de libros, esa vilipendiada minoría de emboscados que aún perviven en nuestros días, si bien aparece cada vez más próxima a transformarse en prófuga, al menos según el férreo criterio de lo condescendido socialmente, tal y como les ocurrió a los primeros cristianos.

Hoy el horror adopta formas más sutiles de las que exhibió antaño, pero nunca estaremos exentos del río desaforado de sangre que provocaron y siguen provocando los totalitarismos más incruentos, también en el ocaso del siglo pasado y en el inicio del subsecuente, solo que esta vez las atrocidades exhibidas desde el espectáculo fueron aventajadas por la tecnología y la economía en su destructor propósito para con lo humano, aunque sus medios y argucias sean ya otros, más relacionados con la alienación, el control y la docilidad que con la abierta aniquilación de la población.

Es la endemoniada velocidad, al menos en este siglo que avanza con vértigo hacia su cénit, aquello que transforma la totalidad del mundo incontables veces por segundo, el gran enemigo al que nos enfrentamos con la certeza de una derrota absoluta certificada de antemano, puesto que estamos ante un proceso irreversible, y esa es la razón por la que hoy con más premura que nunca necesitamos literatura para batallar en pos del último continente donde sobrevive la libertad del conocimiento absoluto: en la imaginación.

Un jardín marchito, declinante, se abre en nuestro Ser cuando terminamos un libro que nos ha conturbado, antes de encontrar el ulterior: nos gustaría instalarnos en él, permanecer en un vergel en el que por fin hemos topado con nuestro hogar dechado, y entonces la absurda realidad (hoy reducida a un rimero de contingencias incongruentes) irrumpe como un tropel violento y todo lo aniquila. Para hallar consuelo ante el asedio de lo real, basta con guarecerse tras un parapeto de libros lenitivos, lejos del entontecedor bullicio, como un San Antonio hodierno, para poder vivir con algo semejante al sosiego, lo que ya es bastante laudable para el tiempo infausto de Kali-Yuga que nos ha tocado vivir.

Más allá de cánones, modas y demás entelequias literarias, ese es el secreto más fecundo de la gran literatura: una y otra vez demuestra en la Historia ser un amparo perenne, estimulante incluso, para el rebelde que carece de ideología definida o religión dogmática, esto es, de una pertenencia identitaria de carácter impersonal.

El regalo de la lectura

Dostoievski, a quien estimo el gran novelista-profeta de la última Modernidad, lo vio en su época, y todo lo que él previno entonces aún es pertinente en nuestro tiempo, porque la larga sombra del vacío existencial, de los totalitarismos necios y demás nihilismos aniñados sigue latente en la civilización del individualismo. En su correspondencia trazada allá, desde las postrimerías, lejos de aquí, en Siberia, el autor ruso requería a sus allegados libros, en vez de rancho o un gabán, más y más libros para poder sobrevivir a su cautiverio en la estepa.

Cuando además esos libros son auténticos, uno puede llegar a encontrar algo semejante a la felicidad, incluso a pesar del Infierno que nos rodea, en mayor o menor medida, dependiendo de cada circunstancia. Aprecio como principal mérito del primer trecho de mi existencia el haber coleccionado varios títulos de libros buenos, bellos y verdaderos; volúmenes majestuosos aunque no necesariamente inasequibles, como viejos caserones aristocráticos construidos sobre un desafiante acantilado, erigidos para refugiarse en ellos y así mejor escapar del presente, hacia lugares todavía por descubrir, en territorios que jamás se agotan, hallando paisajes donde aprendemos a vivir un poco mejor y a ser mejores también al tiempo que nos internamos en lo desconocido.

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