Aun disponiendo de relojes, lo cierto es que los occidentales apenas si entendemos la esencia del tiempo: en nuestros espíritus impera una noción materialista del cosmos, del ser, de sus fenómenos. Frente a la visión lineal, «cronológica» y degradada del tiempo en la que hemos caído, se erige un viejo aserto: para sobrevivir a un cambio de ciclo resulta preciso permanecer en lo sagrado; y sin embargo, estamos atrapados entre la banalidad progresista y el fatalismo de los apocalípticos.
Siguiendo con una perspectiva del todo ajena al sujeto contemporáneo, distinguimos tres temporalidades: la cronológica, la sagrada y la cíclica. La primera tiene lugar en sucesión y está consagrada a Kronos, a lo terrenal y cuantitativo; la segunda está consagrada a los momentos esenciales y se corresponde con Kairós, rigiéndose por lo cualitativo; y la tercera, que compone la temporalidad «vertical», se fundamenta en largos períodos de tiempo conocidos como eones y está consagrada a Aión, una deidad con cabeza de león cuyo torso aparece envuelto por una serpiente, y que se rige por el principio divino del «eterno retorno».
Otra poderosa imagen en lo referente al tiempo es la de Jano, rey de la iniciación que aúna oro y plata, poder espiritual y terrenal, cuya naturaleza dual mira simultáneamente a dos ciclos en los que la muerte de la materia permite acceder al nuevo tiempo. En él co-existen tres temporalidades: el pasado y el futuro (visibles), junto con un presente (invisible) representado por la suma de los otros dos: Jano abre y cierra las épocas con su llave maestra, igual que hará Cristo, citando el Evangelio de Juan/Janus, donde se anuncian la Parusía y Final de los Tiempos que relatará a su vez un segundo Juan/Janus (el otro rostro), el de Patmos, en el libro del Apocalipsis.
El gran poeta Ovidio narra en sus Fastos cómo Saturno, destronado por Júpiter, recalará en Italia, donde compartirá reinado con Jano, el rey bifronte que custodia dos llaves y, por eso, habilita dos posibles iniciaciones: a los grandes y a los pequeños misterios. Saturno se instaló en una colina donde se estableció el eje de poder del Imperium, el centro primordial de Roma que se edificó como Capitolio (Saturnus mons): allí se retiró al interior de una montaña, a una cueva (otro símbolo de iniciación): «Redeunt saturnia regna». Esta ocultación temporal de la realeza encarna el interior esotérico que permanece incólume al paso del tiempo.
Saturno
Saturno está asociado al «pléroma»gnóstico, en tanto que hijo de Gea, la diosa de la Sabiduría, esa a la que los griegos llamaban Sofía y los cabalistas Shekhina: «Es el dios caído de un período acabado» (René Guénon). Según esta visión «iniciada», cada elemento de la naturaleza se corresponde con una parte del hombre: la tierra equivaldría a los huesos, que a su vez evocan, en tanto que estructura primordial de lo vivo, al espíritu, que es representado por una imagen del esqueleto de la muerte sujetando una guadaña, la misma que este padre de los dioses empleó a su vez para aniquilar a su propio padre, el célebre Ouranos.
Saturno, sustento de la Creación, se identifica con la piedra, necesario fundamento de todo Templo: «Los espíritus de los hombres son los huesos de Saturno reducidos a polvo» (Manley P. Hall). Plutarco apuntaló lo evidente: Saturno es un equivalente romano para el Moloch cananeo, a lo que podemos añadir al Ninurta sumerio, al Baal fenicio, al Osiris egipcio, al Kronos griego o al Marduk babilonio. Es el dios del sexto día, el Sabbath («Saturn-day»), en tanto que hijo de Urano y de Vesta, padre de Júpiter y Plutón, hermano de Titán cuyo nombre proviene de una conjunción entre «Satis»(saciar) y «Facer»(hacer) que tiene una evidente connotación sacrificial.
Manly P Hall, masón de grado 33 y autor de Las enseñanzas secretas de todos los tiempos (1928), postuló que cada una de las tres religiones abrahámicas tiene un astro que gobierna dicho culto: si al cristianismo le corresponde el sol («sun-day»), al judaísmo le toca Saturno, quien además es la deidad principal para los seguidores de la Vía de la Mano Izquierda (o Sendero Siniestro), encarnación de La Luz Oscura, la Estrella de la Mañana, guardián de un conocimiento oculto (como el dios Lucifer), de una oscuridad contrapuesta al sol, cuyo lema reza «Lux lucis in tenebris», puesto que su negrura remite a otro sol invisible que se ocultó en el principio de este ciclo.
Es identificado con el Sol Negro, la Rueda Solar compuesta por un eje sobre el que giran los distintos anillos: hasta J. R. R. Tolkien habló de ello al referirse a los anillos de Sauron; y, curiosamente, Sauron es representado como un ojo gigantesco y Saturno se relaciona con «el Ojo que todo lo ve» masónico, también llamado«Infernum Ocularis», que se corresponde con el hexágono de Saturno, de ahí que se relacione con toda marca alegórica de seis puntas, con un cubo en tres dimensiones y con símbolos como la Estrella de David, La caja de Pandora, el Sello de Salomón o incluso con la Estrella de Ishtar.
Todo ello tiene una fundamentación etimológica: Saturno remite a la simiente, a la semilla, a la siembra, que se simboliza por la hoz o por la guadaña, y proviene de «Satur», relacionado con «sthur» o «cosa escondida»; y «sathar», que alude al acto de «ocultar» e incluso «proteger». Los alquimistas asociaban a Saturno con el plomo o «nigredo», con el color negro, que para René Guénon es el color de lo no-manifestado, frente al blanco que encarna la manifestación (véase: «Ying y Yang»). También está relacionado con el llamado «cuadrado Sator» hallado en varios puntos de Italia y aún hoy sin descifrar, que contiene otras cuatro palabras en él: «arepo», «tenet», «opera» y «rotas».
A pesar del cambio de época, tras el crepúsculo de Roma el cristianismo conservó la saturnalia como ciclo de renovación del año en el solsticio de invierno. Las saturnales duraban siete días, del 17 al 24 de diciembre, y se despedían el día 25 en el que los cristianos celebramos el nacimiento de Jesús que no viene recogido en estas fechas en ningún Evangelio conocido. Hoy parece que Saturno sólo conserva su lado maléfico, igual que ocurre con la serpiente o el dragón, pero en origen tenía una polisemia que permitía integrarlo dentro de otros significados más amplios: las saturnales están relacionadas con las fiestas «del asno» medievales, un animal mágico empleado por Apuleyo, que también representa al dios tifónico de Egipto: Set/Satán.
El tema de estas festividades «carnavalescas» es el desorden, la inversión, la representación del dominio por otros medios y, en definitiva, la manifestación lúdica de una jerarquía real, de la verdadera faz «enmascarada» del Poder, a través de la parodia. Stanley Kubrick habló de ello, en un contexto navideño que apenas si encubre la saturnalia, en su obra maestra póstuma: Eyes Wide Shut (1999). Las mascaradas dan rienda suelta a los bajos instintos y canalizan la fuerza erótica, exteriorizando lo oculto; pero nuestra actual incomprensión del carnaval es tan grave como la propia incomprensión del tiempo o de la omnipotencia de Saturno: Occidente se ha convertido en un «carnaval perpetuo», por culpa, precisamente, de esa desaparición del tiempo sagrado que quizás vuelva a encarnar, con el cambio de ciclo, en Aión.
Según el Gran Maestro de la «Fraternitas Saturni», Gregor A. Gregorius, el ocultamiento de Saturno viene a anunciar el fin de la Edad de Oro, después de la cual la «pistis» (fe) exotérica de las religiones abrahámicas triunfa sobre la «gnosis» (conocimiento) esotérica y saturnina, a consecuencia de que Saturno no sea aceptado en el panteón de las religiones «del libro»; pero con la llegada de un nuevo ciclo en el siglo XXI, el «eón de Aión», con el decisivo cambio de Piscis a Acuario anunciado por Carl Gustav Jung tras la Segunda Guerra Mundial, la influencia de Saturno y Urano sustituirá a la de Júpiter y Neptuno: esa es la renovación que da paso a una nueva Roma tras cruzar la Edad Oscura.