El régimen instalado hace más de medio siglo por Hafez al Asad y liderado en las últimas dos décadas por su hijo Bachar, pasó a la historia de forma abrupta tras la sorpresiva ofensiva de milicias yihadistas e islamistas que, contra todo pronóstico, irrumpieron en la capital sin apenas resistencia. Durante trece años de guerra civil, la familia presidencial había logrado mantenerse en pie gracias al respaldo de aliados internacionales, la brutal represión interna y un férreo control sobre las élites económicas.
Con una fortuna estimada en unos 16.000 millones de dólares, incluidas 200 toneladas de oro y miles de millones de euros, la familia Asad había consolidado un estilo de vida extravagante y opulento. Mientras proyectaba una imagen de modernidad ante Occidente —encarnada en un presidente con formación londinense y una primera dama cosmopolita—, en la práctica, el clan mantuvo las más crueles estrategias represivas heredadas del fundador del régimen. Ni la inteligencia internacional ni los especialistas que auguraban, al menos, una enconada defensa del régimen en Damasco pudieron anticipar el fulminante derrumbe.
El Ejército, desmoralizado y falto de medios, se negó a luchar, facilitando la fulminante caída del gobierno. Ante la amenaza inmediata en las calles, la familia presidencial huyó precipitadamente a Rusia, el país que durante años sostuvo, diplomática y militarmente, la dictadura. Así, la fastuosa dinastía que gobernó Siria con mano de hierro dejó atrás sus palacios, sus lingotes de oro y sus cuentas multimillonarias, abriendo una página inédita en la convulsa historia de la región.
La caída del régimen, que siempre aparentó una austeridad relativa frente a las monarquías vecinas o a tiranías más llamativas, ha desvelado el lujo silencioso en el que vivía la familia que lo encabezaba. Su estilo opulento, oculto en un país donde la inmensa mayoría de la población malvive en la miseria, contrasta con la imagen de moderación que se pretendía proyectar al exterior.
La escena más simbólica del derrumbe es el saqueo del palacio presidencial, cuyas imágenes revelan las fastuosas estancias decoradas con tapices, mobiliario exquisito y artículos de grandes firmas. Entre ellos, bolsos identificados como Louis Vuitton o Dior, que pasaron de manos gubernamentales a milicianos armados. La estampa retrata el profundo abismo entre la vida clandestinamente suntuosa de los que gobernaban y la extrema precariedad del resto, atrapado durante más de una década en el horror de la guerra.
El miércoles, en Al Qardaha, el mausoleo familiar del anterior líder, quien dirigió el país con mano de hierro durante casi tres décadas, sufrió un ataque violento. Un grupo de hombres armados irrumpió en el recinto, destrozó el sepulcro y prendió fuego al féretro. La escena, con individuos gritando consignas alrededor de la pira improvisada, se ha convertido en un símbolo más de la furiosa revancha desencadenada tras la caída del poder que durante décadas mantuvo sometida a la población bajo un régimen implacable.