Aunque las televisiones trataran de sacarle titulares infantiles a cambio de seguir engordando el caso Sancho, el padre jesuita Miguel Garaizabal sólo comentó su verdad: que lleva medio siglo visitando a presos españoles o de habla hispana en cárceles tailandesas a los que presta ayuda desinteresada. Y bueno, que con 83 años, y sin visos de jubilarse, no tiene la intención de viajar hasta Surat Thani –por lo tanto, tampoco visitó la cárcel de Koh Samui donde Sancho estuvo trece meses– porque aunque su salud sea de hierro desplazarse hasta tan lejos cansa. Eso sí, sigue visitando a Artur Segarra, el otro descuartizador español, que al estar preso en el penal de Bang Kwang, sí recibe el aliento del padre Miguel además de sus consumiciones favoritas: plátanos por ristras y latas de atún por decenas. «Si finalmente trasladaran a Daniel hasta Bangkok, evidentemente, iré a visitarle, como hago con el resto», aseguró.
Miguel Garaizabal Fontenla nació en lo que por aquel entonces era El Ferrol del Caudillo en 1942. Seis años antes su padre acabó la carrera de medicina en su Vitoria natal, y justo, estalló la guerra en España. Según palabras de Miguel, aquello fue un infierno, y cuando la cosa se tranquilizó tras numerosas operaciones por proyectil realizadas por su padre, fue destinado a Ferrol donde conoció a una chica oriunda con la que se casó y dio a luz a Miguel.
El ya adolescente, camino de acabar el bachillerato y alcanzar la mayoría de edad, quería ser médico, como su padre. De hecho, casi cada noche lo acompañaba al hospital de Infantería de Marina a verle operar. De vuelta a casa, el padre le contaba los entresijos de su profesión cuando una mañana después de misa, a la que Miguel acudía casi a diario antes de desayunar e ir a la escuela, tuvo una experiencia mística: «Yo era de comunión diaria cuando mi familia no era especialmente religiosa. Pero aquella mañana agarré una cruz y sentí, literalmente, la presencia de Dios. Recuerdo la inmensa paz y alegría que sentí dentro de mí», me aseguró. Asustado, no contó a nadie su buena nueva hasta que diez días después fue a ver a un sacerdote al que le explicó lo sucedido además de asegurarle que sentía la vocación. Aquella persona le dijo que antes de tomar ninguna decisión se fuera a casa y escribiera en un papel los pros y los contras de aquella elección que quería tomar. Cuando volvió a verle y le aseguró que sus sentimientos no eran, precisamente, pasajeros, fue admitido. Tenía 17 años y debía haber comenzado en la universidad la carrera de medicina. Porque eso era lo que sus padres esperaban de aquel muchacho alto, cercano a adentrarse en la mayoría de edad.
Lo primero que hizo tras ser aceptado fue recordar a un tío jesuita al que no conocía, que por su madre, supo de su felicidad realizando sus misiones. Después, se acercó a la biblioteca donde lo primero que trató de entender fue quiénes eran los jesuitas y cuáles eran sus cometidos. Y allí es cuando descubre no sólo su verdadera vocación sino su interés por recorrer el mundo ayudando a otros pueblos. Pero como todo en la vida había un problema. Y gordo. Su padre no aceptaría que su hijo no fuera, como él, médico. Y aquello había que explicarlo y de forma sesuda.
Aquella noche y durante la cena tuvo el valor de encararles contándoles su nueva realidad: que ya se había inscrito y que lo enviaban por dos años al noviciado de Salamanca. Sus progenitores lloraron. Y gracias, ya que en aquel momento no supieron de las ambiciones misioneras por el mundo de su hijo. En aquellos años España disponía de siete provincias jesuitas. La suya que era la de León englobaba a Galicia, Asturias, Salamanca y Zamora. Habló con muchos sacerdotes y, claro está, preguntó por misiones. Y aquella vez las únicas vacantes tenían que ver con Minas Gerais, en Brasil, y con China. Claro que después de la llegada de Mao Zedong al poder, China no sólo no aceptó a más misioneros sino que expulsó a los que ya albergaba en su seno. Y aquella provincia jesuita de China pasó a englobar a Hong Kong, Macao, Taiwán, Vietnam, Camboya, Laos y Tailandia. Y como todo en la vida un día sonó la flauta: llegó un misionero al noviciado de Salamanca a buscar gente nueva advirtiendo de que justamente en Tailandia necesitaban personal. Y con sólo 24 años se vino hasta Bangkok. «A mis padres les dije que sólo era por dos años», me comentó. En aquellos años –corría 1966– se comunicaban por correo postal y por algunas llamadas de teléfono que se realizaban desde un terminal que permitía llamar al exterior del país situado en la propia oficina central de correos en Bangkok. Dos años estudió en Tailandia, donde aprendió la lengua tailandesa, cuando aquello se prorrogó por otro más. A la vez que aprendía, el padre Miguel enseñaba catecismo, moral e inglés. De allí se fue a terminar la carrera a la India, donde estudió cuatro años de Teología. Y desde el 5 de marzo de 1972 está fijo en Tailandia. Aquel día siempre lo recordará ya que fue el mismo en donde la capilla de Bangkok, de reciente construcción y que hoy es iglesia, fue inaugurada y bendecida con él como máximo responsable.
Cambios políticos en Tailandia
En 1966 en Tailandia no es que no hubiera semáforos, es que aún no existían las señales de tráfico. Y hoy, como me recalca el padre Miguel, «hay once millones de vehículos registrados, más que habitantes». Para el que aún no lo sepa, conducir por Bangkok es harto complejo. Aunque aún más lo fue el aterrizaje en Tailandia del padre jesuita en aquel 1966, que estaba manejado, como tantas veces, por una dictadura militar, que siete años después –en 1973– fue derrocada por una revuelta estudiantil. Dos años más tarde, ya en 1975, y tras una China comunista hasta la extenuación, habían caído en la hoz y el martillo Vietnam, Camboya y Laos. Y la teoría del efecto dominó asustaba tanto a Tailandia como a la CIA, que se ocupaba del espionaje y la política exterior de un país aún muy en pañales. De ahí surgió un movimiento patriótico que comenzó a buscar a enemigos dentro de Tailandia, en estado de pánico. Vietnam había invadido Camboya y ya tocaba la frontera siamesa. A partir de ahí, se buscaban a comunistas dentro del territorio siamés, donde se señalaba sin medida a refugiados vietnamitas, y sobre todo, a extranjeros a los que consideraban infiltrados. Los sacerdotes, cómo no, son estudiados y espiados sin descanso, ante el temor de que estuvieran a favor de una Tailandia comunista. Finalmente las aguas volvieron a su cauce, no sin antes haber pasado las de Caín de la gran manifestación del 76 en donde, directamente, se pedía la expulsión del país de todos los sacerdotes.
Actualidad
«Soy inmensamente feliz donde estoy y por mi trabajo. La vida me ha dado todo lo que soñé», me aseguró el padre Miguel, que en su pequeña oficina junto a su iglesia, trabaja arduamente coordinando a buena parte del mundo católico siamés. De hecho, hace dos años se consiguió lo impensable: que el gobierno tailandés reconociera a la iglesia católica, hasta esa fecha permitida pero ignorada. «Es un hecho histórico. El gobierno nos da seguridad y nos reconoce», me aseguró exultante. Hay que entender que parte de la psicología tailandesa, sea militar el poder o no, tiene que ver con su enorme tolerancia. Uno de los máximos exponentes de esa manera aperturista de actuar fue el muy venerado y ya fallecido rey Bhumibol, el cual reinó el país durante más de 66 años, donde consiguió no sólo que el crecimiento de Tailandia lo asociaran a él sino que públicamente, se hizo protector de todas las minorías étnicas y religiones: cada año se reunía con todos y trataba de ayudar. Uno de los máximos avances para la estabilidad de la nación fue reconocer a los más de dos millones de tailandeses que hasta este movimiento ajedrecístico del rey Bhumibol vivían en un limbo absoluto: sin ser reconocidos, sin documentación. Casi todos provenían de Birmania, algunos de Laos, Camboya y el sur de China. Y así no sólo los legalizaron, sino que los mismos legalizados comenzaron a entender su nacionalidad, al budismo y a venerar, cómo no, al monarca tailandés. En resumidas cuentas, puso en el mapa a los ignorados por décadas.
Geopolítica exterior
2019 fue otro de sus momentos vitales: el Papa Francisco visitó oficialmente Tailandia y él, como Superior de la Compañía de Jesús en el país, fue uno de los máximos organizadores, y no sólo eso, ya que fue el elegido para traducir los documentos del Vaticano al tailandés y viceversa además de los papeles gubernamentales. De aquella visita, recuerda la inmensa publicidad que generó su credo en el país donde ya lleva viviendo 54 años. «El Papá Francisco estuvo con el rey de Tailandia y ambos estuvieron encantadísimos. Tras tres días donde cientos de miles de personas asistieron a su misa continuó su visita oficial en Japón», me recuerda entusiasmado mientras me muestra unas fotos de aquellos días gloriosos.
Otro tema esencial que tratamos son los conflictos bélicos que asolan el mundo. Primero habla de la invasión rusa en Ucrania: «Putin es otro Hitler, otro Stalin. No sé cómo va a acabar ese conflicto, pero ya dura demasiado tiempo y con demasiadas muertes». Aunque donde profundiza más es en la guerra de Israel contra algunos de sus países vecinos: «Hay una injusticia enorme contra los palestinos. Históricamente, jamás han sido reconocidos como Estado. Y los Estados Unidos son proisraelíes. No soy socialista, pero cuando Pedro Sánchez dijo que reconocería al Estado Palestino me pareció una decisión maravillosa. Y sí, Hamás es una locura, pero lo triste es que el gobierno de Netanyahu se ha puesto a la misma altura de esa locura», razona.
Sobre la pérdida de fe en Europa y la llegada del islamismo lo tiene claro: «Los islamistas sí tienen fe y moral y además, creen en Dios. Claro que se radicalizan y no suelen aceptar el diálogo al creerse que son los únicos en posesión de la verdad. Incluso dentro del Islam hay gentes que señalan al fundamentalismo como un peligro muy grave», indica.
Cada sábado, el padre Miguel oficia misa para la comunidad latina residente en Bangkok; los domingos, les toca el turno a los nativos y resto de nacionalidades. Entre los próximos proyectos que coordina está la creación de un centro de espiritualidad de líderes con valores humanos. Dentro de ese equipo, algunos laicos trabajan en armonía para la iglesia. Allí se ofrecen cursos para trabajar en conjunto y por la paz, en donde sin entrar en belicismos, se trata de construir eso mismo: la paz y la armonía social. De esas materias –alrededor de veinte– casi todas se dan a profesores y empleados de hospitales.
Otro de los grandes proyectos ha sido la muy reciente creación de una escuela técnica, el Saengtham College, Xavier Learning Community, que pertenece al seminario y la cual concederá títulos universitarios. Se inauguró el pasado 27 de febrero y se ubica en la más norteña de todas las provincias siamesas, Chiang Rai. Allí están matriculados un centenar de alumnos, gente pobre, sin recursos, generalmente provenientes de las tribus. Los cursos se imparten en inglés y van destinados a convertir a esos estudiantes en profesionales de tres gremios claves si alguien desea encontrar trabajo en el país: hostelería, guía turístico y profesor de inglés. La princesa Sirindhorn –la hermana mayor del actual rey–, la cual es adorada por toda la población porque les recuerda a su padre, el rey Bhumibol, y que es conocida por apoyar a los pobres y a las tribus, inauguró este campus el pasado febrero ofreciéndole al proyecto la mejor de las publicidades y el máximo apoyo y respeto de las autoridades locales.
Como habrán podido comprobar, Tailandia no sólo tiene que ver con Daniel Sancho. Y mientras el padre jesuita Miguel Garaizabal oficia misas, enseña, organiza y es correa de transmisión con el poder tailandés, también busca hueco para visitar a los presos españoles en el país: «La próxima semana iré a ver a Artur Segarra, a ver qué se cuenta», concluye, siempre sonriente y agradecido.
Al despedirnos, nos topamos con la metáfora de la vida sobre la misma puerta de la oficina del padre Miguel, donde un pájaro ha construido un nido sobre un cajetín de telecomunicaciones. «Y de ahí no sale. Está dando calor a los huevos. Cada vez que pasó por aquí me detengo entusiasmado», me asegura.
En Tailandia están registrados alrededor de 400.000 católicos dentro de una población de 72 millones de personas. El mayor número de ellos se congregan en las capitales más importantes, a través de descendientes de chinos, también en ciudades y pequeños pueblos con los herederos de los vietnamitas, y sobre todo en la ciudad norteña de Tha Rae, que con alrededor de 50.000 habitantes, es de amplia mayoría católica; de hecho, disponen de catedral y celebran tanto la Navidad como la Semana Santa, habiendo el gobierno central declarado sus fiestas de interés nacional.
2 comentarios en “Padre Miguel Garaizabal: el sacerdote español que protege a las minorías en Tailandia”
Interesantísimo. La Iglesia está siempre donde más se la necesita. Admirable la labor de este sacerdote. Muchas gracias, Joaquín Campos
Gracias por el artículo. Nos abre los ojos a un mundo muy diferente al nuestro. Este hombre ha dedicado su vida a extender sus creencias y merece un reconocimiento.
Efectivamente, Tailandia es algo más que solamente Daniel Sancho, a quien probablemente llegará a conocer el padre Miguel si le trasladan a Bangkok.