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5 Oct 2024
5 Oct 2024
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Cartas de la Nueva España

Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum, en una imagen de archivo. / AP

El Archivo Diocesano de Toledo es, sin duda, uno de los archivos españoles más ricos en cuanto a cantidad y calidad de sus fondos, que abarcan desde el siglo XV al XXI. Un lugar imprescindible para poder estudiar la historia española dado el papel de los arzobispos toledanos, primados de España, y la amplia extensión que hasta mediados del siglo XX tuvo la propia archidiócesis. Entre los prelados que la rigieron destacan algunas de las figuras claves en la historia de la nación, como Jiménez de Rada, Gil de Albornoz, los cardenales Mendoza, Cisneros, Portocarrero, Borbón, Sancha, Gomá o Pla y Deniel, por señalar algunos. Mecenas de las artes y de las letras, protagonistas en primer plano de la vida política y social de España, sus biografías permiten entender mejor nuestro pasado. Entre todos ellos hay uno que se ha convertido en el paradigma de clérigo ilustrado del XVIII, el cardenal Francisco Antonio de Lorenzana.

Lorenzana, antes de culminar su cursus honorum en la sede primada, en la que dejó un legado excepcional en el campo de la cultura y el arte, tras pasar fugazmente por Plasencia, fue durante varios años arzobispo de la sede metropolitana de México, una de las ciudades más ricas e importantes de la Monarquía de España, que como un todo se extendía a ambos lados del Atlántico, capital de un extenso virreinato que en el siglo XVIII era uno de los más florecientes reinos bajo la corona de la Casa de Borbón. En el arzobispado mexicano Lorenzana desplegó una intensa actividad, que abarcó desde lo pastoral a lo etnográfico, pasando por la protección de las artes y la promoción humana y social de sus diocesanos. Fue ese brillante desempeño el que hizo que Carlos III se fijara en él para ocupar la mitra más rica del reino, trasladándole a Toledo.

Lorenzana mantuvo correspondencia con varios personajes del virreinato, y esas cartas constituyen un interesante fondo del Archivo Diocesano de Toledo, siendo una valiosa fuente de información para acercarnos al conocimiento de aquel amplio territorio que, desde tiempos de Cortés se llamó la Nueva España, algo que no deja de sorprendernos cuando algunos historiadores, politólogos y políticos defienden a capa y espada -nunca mejor dicho- que España en el siglo XVI no existía.

Estos días hemos vuelto a tener carta desde lo que, después de la emancipación de las repúblicas centroamericanas y la inmensa amputación de territorio que supuso, tras el tratado de Guadalupe-Hidalgo de 1848, la anexión por parte de Estados Unidos de la mitad del territorio, queda de la vieja Nueva España. Una carta del presidente saliente al monarca español exigiendo pedir perdón por lo ocurrido durante la conquista, y que, dado que el real ánimo no ha tenido a bien responder, ha supuesto que no se invitara a Felipe VI a la toma de posesión de la primera mujer indígena -perdón, que no, que es descendiente de judíos búlgaros y lituanos- que ha alcanzado la presidencia de la república mexicana, luciendo apellidos tan sonoramente mexicas como los de su antecesor.

Personalmente estas peticiones de perdón por hechos ocurridos en el pasado siempre me han parecido una estupidez. Máxime, en el caso español, cuando quienes lo exigen por estos lares –en aquellos es una forma de eludir las propias responsabilidades- son los mismos que, como hemos dicho, niegan la existencia de la nación española, al menos hasta 1808, aunque a la vez defiendan la existencia de nacionalidades periféricas eternas, que en algún caso se remontan hasta los hijos de Noé. Pero es que, más allá del uso que nuestra cateta e ignorante paleoizquierda hace de la historia, con un sesgo ideológico que la aleja de la realidad, es falso.

Uno de los problemas que tenemos para analizar adecuadamente lo que fue la Monarquía de España, antes de su colapso como consecuencia de la invasión napoleónica -¿no debería exigir Pierre le Beau a Emmanuel le Trés Beau que nos pidiera perdón por el desastre y que nos devolviera los tesoros artísticos robados que acabaron en el Louvre?- es que el siglo XIX supone un muro para entender el mundo anterior a las Revoluciones Francesa e Industrial. A mis alumnos de la Facultad de Políticas les insistía en la necesidad de conocer la historia de España anterior a 1808, historia que no aparece en los planes de estudio y que incapacita para entender correctamente lo anterior. El amplio conjunto de territorios que fueron poco a poco acabando bajo la soberanía de los reyes de España no tiene nada que ver con los imperios coloniales decimonónicos. Eran un agregado de reinos, en continuidad con lo que ocurrió en la Península durante la Reconquista -perdón, que tampoco hubo, aunque la Crónica Mozárabe del 754 hable de la “pérdida de España”, Alfonso II de Asturias reprodujese en Oviedo el plano de la Urbs regia toledana o los reyes de León se intitularan “Imperator totius Hispaniae, por poner algunos ejemplos altomedievales de cómo se tenía conciencia de reconstruir, luchando contra el Islam, la monarquía visigoda, pero, en fin, qué sabremos los historiadores-, cuando cada nuevo territorio se convertía en un reino agregado a la corona. En América se procedió del mismo modo.

Además, Cortes, Pizarro y los demás conquistadores, junto a esa mentalidad heredada de la Edad Media, eran hombres del Renacimiento, que trataban de emular lo que hizo Roma en la Antigüedad, esta vez al otro lado del mar. De ahí la construcción de ciudades, infraestructuras, universidades. Obviamente hubo luces y sombras, y frente a la falsa leyenda negra no podemos asumir otra no menos falsa leyenda rosa. Tan nefastos son los que defiende una como otra.

He recorrido muchos lugares de América, pero hubo uno, en el centro de Guatemala, que me impresionó. En la Antigua Guatemala está el hermoso edificio de la Universidad de San Carlos, con bellos arcos mixtilíneos en su claustro. Contemplando esa belleza me reafirmo, frente a sectarios e ignorantes, que no hay nada por lo que se pueda o deba pedir perdón.

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