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22 Nov 2024
22 Nov 2024
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Doce inquisidores sin piedad

La comparativa entre los juicios anglosajones y los españoles, donde en los primeros brilla el drama y en los segundos la sobriedad.

Son ya casi veinticinco años los que vengo ejerciendo como juez y nunca olvidaré la decepción que experimenté cuando, todavía estudiante de Derecho, asistí a mi primer juicio. Sentado entre los asientos del público como mero espectador, deseoso de aprehender hasta los más nimios detalles del oficio que terminaría siendo mi profesión, escuché que el presidente del tribunal, cuando le tomaba declaración a los testigos, no pronunciaba las celebérrimas palabras: “¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?”.

Y es que mi única fuente de instrucción sobre la práctica forense había sido el cine norteamericano, donde se repetía esa fórmula mágica grabada a fuego en nuestro inconsciente colectivo: the truth, the whole truth and nothing but the truth. Aquí, sin embargo, todo era mucho más aburrido, pues ese magistrado que dirigía rutinariamente el debate desde estrados no escenificaba ningún ritual cinematográfico que nos dejase en vilo, boquiabiertos ante el suspense, sino que la sesión discurría con plúmbea monotonía. Según parece, España era diferente, pero ¿para peor?

Estados Unidos, Gran Bretaña y, en general, sus parientes anglosajones, la anglosfera, se nos antojaban como los paradigmas por excelencia del orbe civilizado. Y si alguien dudaba de su superioridad, ahí estaban hazañas como la explosión de la bomba atómica o la huella del hombre en la luna. Pero claro, no es lo mismo la tecnología que las disciplinas jurídicas.

Los grandes jurisconsultos no precisan de complicados artilugios electrónicos para iluminarnos con su sabiduría. Para escribir un tratado legal no es menester lanzar un cohete a la órbita de nuestro planeta. Aun así, en este otro ámbito también se nos presentaban a la vanguardia de la modernidad, puesto que el amigo americano, paladín de las libertades, se mostraba al mundo entero como el abanderado del “juicio justo” (fair trial).

Uno de los mejores ejemplos es la película “Doce hombres sin piedad”, magistral obra de psicología forense que permite al espectador conocer las interioridades de un jurado cuyos miembros ponderan angustiosamente los platillos de la balanza, debatiéndose entre el veredicto de culpabilidad o inocencia. Como sus deliberaciones son secretas, el guion proporciona al espectador el acceso a un espacio reservado, lo que produce un curioso efecto voyeur que nos hace sentirnos como espías apostados a la mirilla de la puerta del tribunal. Y, a la postre, triunfa la justicia frente a las tentaciones prevaricadoras.

Final feliz, faltaría más, pero que queda muy alejado de la realidad. Y es que el director pasa por alto una circunstancia nada baladí: los jurados norteamericanos no “motivan” sus pronunciamientos, esto es, no los explican, sino que se limitan a condenar o a absolver, sin más. Su palabra, como la de un monarca absoluto, posee fuerza por sí misma, sin necesidad de perderse en enojosas justificaciones. En un caso es el Rey, en otro, el pueblo llano, pero, en el fondo, ambos imponen su voluntad soberana.

En España, al igual que en las demás naciones hijas del Derecho Romano, los jueces están obligados a detallar la fundamentación de sus fallos, no les basta lucir la toga para ser obedecidos. De este modo, al plasmar negro sobre blanco sus motivaciones, se facilita la depuración de errores por los otros órganos jurisdiccionales que, a través de los recursos, hayan de revisar la corrección de sus sentencias.

Nuestro ordenamiento jurídico perfora la caja negra de la resolución judicial y desentraña el iter argumental de nuestros magistrados, a los que exige, no solo que venzan por el peso del poder estatal (potestas), sino que convenzan por la solidez de sus razones (auctoritas).

 Si interiorizamos estas ideas, asistiremos a la proyección de la mencionada cinta con otros ojos, dado que nos percataremos de que no es sino la benevolencia del guionista la que dota de creíble autoridad al veredicto de un jurado que, como muy bien apunta la trama, en algún momento estuvo a punto de dejarse arrastrar por intereses bastardos. Hollywood es así, siempre se las apaña para que en el último instante los buenos ganen. Nosotros, en vez de confiar en la aparición in extremis del Séptimo de Caballería, instauramos leyes que levantan el negro velo de las togas para que la luz de la razón ilumine las tinieblas del mero voluntarismo judicial.

Eso sí, claro, los anglosajones no se cansan de llamarnos “inquisidores”, espantados ante nuestros orígenes romano-canónicos. Lo sorprendente es que incluso la Inquisición motivaba sus autos, ya que dejaban por escrito por qué mandaban a los herejes o a las brujas a la hoguera. Quizás no sea mucho consuelo, pero, tampoco es tan distinto a acabar achicharrado en la silla eléctrica sin que el artífice de tan irremediable condena se haya tomado la molestia de hacernos saber qué lo movió a hacerlo.

Por eso, cuando recuerdo aquel día en que escuché a ese juez español tan poco glamuroso, me siento muy aliviado por no estar a merced de unos jurados anglosajones que ni siquiera habrían recibido la aprobación de Torquemada.

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