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16 Sep 2024
16 Sep 2024
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El doncel de Sigüenza

Busqué la paz por doquier, y no la hallé más que en un rincón y con un libro

Sigüenza es, sin duda alguna, una de las ciudades más bellas de la actual comunidad autónoma de Castilla-La Mancha. Dominada por la imponente mole de su castillo, antigua residencia de los obispos seguntinos y por la no menos impresionante catedral de Santa María, que combina la función de templo con la de recia fortaleza como muestran sus torres, aún empleadas como defensa -así lo dejan ver los impactos de bala- durante la Guerra Civil de 1936, es un lugar muy agradable de visitar. Un conjunto monumental de primer orden, rodeado de poblaciones también de gran belleza e interés. La he visitado con frecuencia, y nunca me canso de recorrer sus calles, entrar en sus iglesias o degustar su gastronomía. El pequeño Museo Diocesano alberga una rica colección artística, en la que destaca la deliciosa y delicada Inmaculada Concepción, de Francisco de Zurbarán, una pintura maravillosa, ante la que el espectador no puede menos que detenerse largamente, a poco que se posea un mínimo de aprecio por la belleza. He vuelto de nuevo a Sigüenza, en estos últimos días de verano, y he deambulado, absorto, por las naves de la catedral.

En ella se guarda una joya única, una obra que forma parte de nuestro imaginario colectivo, el sepulcro de Martín Vázquez de Arce, el Doncel, custodiado en la capilla de San Juan y de Santa Catalina, una de las más importantes esculturas del gótico tardío en España. Aunque se considera anónimo, es atribuido a Sebastián de Almonacid. Alberga los restos de un joven guerrero, fallecido a los 25 años en las guerras de Granada, hijo del secretario personal de la poderosa familia Mendoza, uno de cuyos miembros, el cardenal arzobispo de Toledo, Pedro González de Mendoza era llamado “el tercer rey de España”. Pero no se trata de un sepulcro al uso. En lugar de aparecer yacente u orante, Martín se nos muestra recostado sobre un haz de laurel, con las piernas cruzadas, el busto erguido y sujetando entre las manos un libro, sobre el que posa su mirada.

En el blanco del alabastro destaca la roja cruz que nos habla de que era caballero de Santiago, así como el azul ligero que trasparenta las venas. Un rostro sereno, que nos llena de melancolía ante la fragilidad de la belleza y de la juventud, truncada por la espada. Me gusta detenerme ante esa faz. Y sobre el libro, tal vez un libro de horas con el que se prepara devoto para entrar en ese mar al que van a dar los ríos de la vida, que cantaba pocos años antes otro guerrero y a la vez poeta, Jorge Manrique. Aunque me gusta pensar qué otros libros leería, en aquel momento de Humanismo y Renacimiento incipiente en Castilla, el malogrado caballero. Quizá la Ilíada y la Odisea, tal vez la Eneida, con la que evocaría aquellos guerreros clásicos que juntaban las armas y las letras. O algunas de las piezas literarias que en esos años extraordinarios del otoño de la Edad Media hispana iban creando, en un florecer fecundo, diferentes autores, algunos protegidos por el mecenazgo de los Reyes Católicos.

Un periodo apasionante, con personalidades apabullantes en todos los órdenes, con mujeres cultas y humanistas como Beatriz Galindo, con pintores, escultores, arquitectos o literatos que cubrieron la pujante Castilla posterior a la guerra sucesoria. Pero contemplar al Doncel no me invita sólo a evocar aquel periodo, injustamente olvidado y despreciado por muchos, especialmente por nuestra ignorante paleoizquierda, que una vez más proyecta sus estúpidos e inanes prejuicios sobre un pasado que no se ajusta sus parámetros. Mirar el rostro y, sobre todo, las manos que sostienen el libro me hace pensar una vez más en la importancia de la lectura. Leer nos hace libres, leer nos permite viajar en el tiempo y en el espacio sin salir de nuestro pequeño rincón. Leer nos ayuda a ser críticos, a no asumir los discursos que, cual cantos de sirena, nos llevan desde su aparente belleza al desastre más completo. La lectura nos humaniza y eleva, nos sosiega y pacifica.

Desde la invención de la escritura y sus soportes, ya fueran frágiles tablillas de arcilla o delicado papiro, la posibilidad de la lectura, como nos recuerda Irene Vallejo en su maravilloso recorrido por la historia del libro, El infinito en un junco, nos ha permitido conservar la memoria del pasado, entrar en comunión con hombres y mujeres de siglos y lugares lejanos, vivir la experiencia de que somos una gran comunidad humana. Es por ello por lo que me desgarra ver los ínfimos índices de lectura entre mis estudiantes. Todos los cursos llego a clase cargado de libros, en el deseo de que descubran que en ellos van a encontrar la ayuda necesaria para ser personas libres, capaces de razonar, dialogar, comprender otras realidades. Ya los griegos advertían que logos es, a la vez, palabra y razón, y que nuestra capacidad de razonar, de ser plenamente seres racionales, depende mucho del mayor o menor vocabulario que tengamos. Y el vocabulario sólo se adquiere leyendo. Tal vez mucha de la intolerancia, fanatismo, incapacidad de escucha que vemos en nuestra Universidad derivan de lo poco que se lee. Recuperar el amor a los libros, a la lectura, es imprescindible para lograr una sociedad más democrática y libre.

Aún recuerdo mis años de estudiante universitario, cuando en el metro o en el tren, camino de la Autónoma de Madrid, todo el mundo llevaba un libro entre sus manos y viajaba sumido, como el Doncel, en la concentrada labor de dialogar con aquellas grafías que teñían el papel. Hay que volver a disfrutar de la lectura. Porque In omnibus requiem quaesivi, et nusquam inveni nisi in angulo cum libro (Busqué la paz por doquier, y no la hallé más que en un rincón y con un libro).

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