“No puedes despedir a Dios”.
Según cuenta la leyenda, en esos tristes y resignados términos respondió el presidente de los Estados Unidos, John FitzGerald Kennedy, cuando le preguntaron por qué no cesaba a J.E. Hoover, enigmático personaje que dirigió el FBI desde 1928. Y es que se enfrentaba a un héroe del pueblo, un superpolicía que había plantado cara a los más peligrosos criminales capitaneando una legión de implacables agentes, todos ellos, tal como marcaban las estrictas normas de etiqueta de la institución, ataviados con camisa blanca y corbata negra. Es más, había tenido la clarividencia de apostar por los más osados avances de la ciencia criminalística, abriendo laboratorios donde se ensayaba la tecnología más puntera de la época, como el análisis de huellas dactilares o rastros biológicos. ¿Quién desearía prescindir de tan eficaz servidor público?
Sin ir más lejos, el presidente Truman, que, sin pelos en la lengua, le habría reprochado convertir a la policía federal americana en una “Gestapo”. El ojo divino ve todo lo que hacemos, incluso en la alcoba o el cuarto de baño, aunque echemos el pestillo. Hoover hacía lo mismo (o casi) ya que, dedicado de manera obsesiva a espiar a los políticos más influyentes de su país, supuestamente guardaba un formidable archivo documental de sus actividades más inconfesables, chanchullos financieros o deslices sexuales. Profusamente ilustrado, huelga decirlo, con fotografías que no ahorraban detalles. Agarrados por donde más les dolía, ninguno de los altos mandatarios estadounidenses supo resistirse al chantaje, por lo que nuestro héroe popular quedó atornillado al cargo, ¡hasta 1972! Entonces se encontró con alguien a quien no asustaban sus amenazas, la señora de la guadaña, que se lo llevó consigo mediante una requisitoria tan inapelable como es un ataque cardíaco. Eso sí, nadie le quita sus más de cuarenta años de dominio implacable.
¿Es previsible que ocurra algo similar en España? Nunca digas de esta agua no beberé, pero entre nosotros sería realmente complicado. Como muestra un botón: el 14 de marzo de 2024 la Fiscalía de Madrid publicaba una nota informativa que, según todas las apariencias, revelaba indebidamente hechos cubiertos por secreto sumarial. En concreto, reproducía unas conversaciones entre Alberto Gómez Amador y su abogado, material éste de naturaleza reservada que, en principio, no debería airearse ante la opinión pública. El caso no es una mera anécdota, puesto que dicho ciudadano, investigado en causa penal por infracciones tributarias, era el novio de Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la comunidad autónoma de Madrid, acérrima rival de Pedro Sánchez, presidente del Consejo de Ministros. Si alguien pensó que se instrumentalizaba al Ministerio Público en la lucha política, el tiro salió por la culata, ya que ha sido el mismísimo Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, quien ha terminado imputado en un proceso por revelación de secretos. Tanto es así que el magistrado del Tribunal Supremo encargado del asunto, el juez Hurtado, ordenó el 30 de octubre de 2024 el registro de su despacho oficial. Semejante ejercicio de independencia judicial sería impensable en casa del amigo americano, donde el divino Hoover se señoreó a su antojo durante décadas.
¿Temía Hoover a alguien? A Dios, por supuesto, como era de esperar en un hombre de perfil conservador e imagen intachable. Se rumorea que también a la mafia, cuya mera existencia negó por largo tiempo. Las malas lenguas insinúan que la cosa nostra guardaba instantáneas del director del FBI afanado en actividades sexuales…con hombres. El cazador cazado. Llegan hasta sugerir que fraguaron un nefando cambalache: a cambio de hacer la vista gorda, los capos le organizaban orgías con efebos en las que el señor director del FBI se exhibía travestido, adornado como una drag queen. ¿Calumniosos infundios? Tal vez, pero, verdadera o falsa, semejante especie ilustra el disolvente descrédito que corroe a las instituciones cuando se politiza la investigación criminal.
¿Qué significa “FBI”? Fidelity, Bravery, Integrity. Ese era el lema oficioso del que hacían gala sus empleados, ufanos de pertenecer a una agencia que succionaba, como gigantesca aspiradora legal, hasta la más minúscula mota de polvorienta corrupción en el más remoto rincón de la casa del Tío Sam. Bueno, algo quedó debajo de la alfombra, pero nadie es perfecto. En tierras hispanas no son los hombres de negro, sino los de verde, comandados por el juez instructor, quienes, caiga quien caiga, no dan tregua a la delincuencia. Hagamos votos para que nunca sea cedida la investigación criminal a los fiscales porque, con todos los respetos, nos cuesta figurarnos al señor García Ortiz registrando su propio despacho.