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16 Sep 2024
16 Sep 2024
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El peligro de silenciar las mentiras

Si encarceláramos a todos los que lanzan bulos, no quedaría ni un solo político en libertad

Censurar es una solución fácil, pero equivocada. Hay quienes creen que silenciar la mentira es la forma más rápida de proteger la verdad. Pero esta perspectiva simplista ignora un hecho fundamental: la censura no hace desaparecer las ideas, solo las esconde. ¿Qué ganamos con eso? Nada, excepto crear un caldo de cultivo para la desconfianza y la paranoia. Además, la censura, en esencia, es un acto de arrogancia. Implica asumir que alguien, algún ente superior —sea un gobierno, una empresa o un comité de «expertos»— posee la verdad absoluta y tiene la autoridad moral de decidir qué podemos y no podemos escuchar. ¿Realmente queremos vivir en un país donde la verdad sea dictada desde arriba, en lugar de descubierta y debatida entre iguales?

El Valor de Confrontar las Mentiras

Desde una perspectiva liberal, la libertad de expresión debe ser defendida en su forma más absoluta. Es crucial que entendamos que la mejor forma de combatir las ideas incorrectas no es prohibiéndolas, sino enfrentándolas con mejores argumentos. La libertad de expresión permite que todas las ideas, por más abominables o erróneas que sean, sean puestas a prueba en el mercado de ideas. Al confrontar las falsedades y los discursos malintencionados con hechos y argumentos sólidos, se fortalece la verdad y se debilita la influencia de las mentiras.

La libertad de expresión no se diseñó para proteger solo lo que es correcto o verdadero. Fue concebida para proteger todo, incluso las mentiras, las ideas odiosas e incluso los pensamientos que nos repugnan. Y es precisamente en esta protección donde radica su verdadero valor. Como dijo Voltaire, «no comparto tus ideas, pero moriría por defender tu derecho a expresarlas». La mejor manera de destruir una idea falsa no es enterrándola, sino exponiéndola a la luz, confrontándola con la verdad y el razonamiento.

Censurar una mentira no la derrota; la fortalece. Convertimos a sus defensores en mártires de una causa, por absurda que sea, y perpetuamos un ciclo de desconfianza en las instituciones que, irónicamente, intentaban protegernos. En lugar de confiar en la censura, deberíamos confiar en la capacidad de las personas para distinguir la verdad de la falsedad cuando se les presenta toda la información. Después de todo, la verdad no necesita protección; solo necesita ser escuchada.

¿Quién decide qué es Verdad?

Uno de los mayores peligros de la censura es el poder que otorga a quienes deciden qué es un bulo y qué no lo es. En una sociedad donde se censuran las mentiras y se promueven solo las «ideas correctas», surge inevitablemente la pregunta: ¿quién tiene la autoridad para decidir cuáles ideas son aceptables y cuáles no? Otorgar ese poder a cualquier entidad es el primer paso hacia el totalitarismo, aunque este se vista de ropajes democráticos. La historia está llena de ejemplos donde regímenes autoritarios comenzaron su andadura estableciendo qué ideas eran peligrosas para el bien común. La línea entre proteger a la sociedad y controlar el pensamiento es muy delgada, y una vez cruzada, el retorno a la verdadera libertad se vuelve casi imposible.

Por otro lado, si realmente fuéramos a perseguir cada mentira, cada bulo en las redes sociales, los primeros en caer bajo el peso de la censura serían los políticos junto con buena parte de los medios de comunicación, dicho sea de paso. Ellos, los supuestos guardianes de la verdad, a menudo son los mayores fabricantes de mentiras. Prometen lo imposible, distorsionan hechos y, en ocasiones, mienten descaradamente para ganar poder.

Este es el doble filo de la censura: una herramienta que se quiere utilizar hoy para protegernos de las «mentiras peligrosas», pero que podría ser utilizada mañana para silenciar cualquier crítica contra quienes ostentan el poder. Y una sociedad donde la crítica al poder está censurada no es una sociedad libre, es una dictadura disfrazada.

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