“La administración pública es como jugar al póker sin dinero”, afirmaba Bastos, subrayando la ausencia de incentivos reales en la gestión estatal. Fiel a su estilo, El Xokas tradujo la idea al lenguaje de todos: “El problema es que hay gente que está gestionando nuestro dinero a la que no le importa una mierda nuestro dinero”.
Cuando juegas al póker, cada decisión importa, porque implica un riesgo tangible. En cambio, la gestión pública funciona como si las fichas fueran botones: no hay consecuencias reales ni coste personal. Como explica el profesor Miguel Anxo Bastos: “Cuando se juega al póker con dinero, asumes tanto los beneficios como las pérdidas. Eso te obliga a ser prudente. Sin embargo, en la gestión pública, esa prudencia desaparece, y es entonces cuando se construyen aeropuertos faraónicos o comienzas a subvencionar todo tipo de cosas”.
Bastos explicaba que esta falta de incentivos en la administración conduce al despilfarro. Sin beneficios ni pérdidas directas que sirvan de guía, las decisiones se toman al azar o respondiendo a intereses políticos. Es como si te dan un presupuesto infinito para montar un chiringuito. ¿Qué importa si no funciona? Ni es tuyo, ni te va a repercutir en nada negativo el hecho de que no sea eficiente. El profesor concluye que el mercado basa sus decisiones en el cálculo de costes y beneficios, una brújula que la gestión pública no posee. Sin esa herramienta, distinguir entre lo útil y lo innecesario se convierte en una tarea imposible.
Y es que, cada vez más, las decisiones en la gestión pública se basan en criterios políticos, no económicos. La distribución de recursos responde a presiones de grupos y al poder político, no a las necesidades reales de la sociedad. Lo que menciona el profesor, es que en la administración pública existe una ausencia de cálculo económico real, es decir, un cálculo de beneficios y costes, elemento esencial de la economía de mercado. Sin ese cálculo, no hay forma racional de orientar la producción hacia lo que realmente se demanda.
En este punto es importante resaltar que existe una falta de información para priorizar sectores, y no se dispone de datos claros para determinar si se necesita invertir más o menos, inclusive en sectores como educación, sanidad, obras públicas o justicia. La decisión se toma sin criterios económicos racionales, y todo se basa en criterios que priorizan el relato por encima de cualquier otro indicador.
En este contexto, la contabilidad pública es artificial, ya que los beneficios o pérdidas en las empresas públicas son meramente contables, no reales. Una empresa pública puede reportar beneficios o déficits dependiendo de la financiación asignada, no de su desempeño real. Tanto es así, que no existe ni siquiera consenso a la hora de definir la palabra eficiencia al comparar la empresa privada y la pública. Una atiende al beneficio económico, al rendimiento y a la eficacia, y la segunda atiende a indicadores de bienestar que no necesariamente están relacionados con la eficiencia operativa.
La realidad es que existe una imposibilidad de evaluar la eficiencia pública. No se puede determinar si los aparatos del Estado son correctos o si deberían reducirse o ampliarse. La asignación presupuestaria no refleja la realidad económica ni la demanda social. El sistema público carece de incentivos de mercado, las decisiones se toman sin conexión con la lógica de oferta y demanda, y todo ello no hace más que desincentivar la eficiencia.
Todo se resume en lo que explica el profesor: la gestión pública está desconectada del riesgo y la recompensa que caracterizan al mercado. Aunque sus efectos no son inmediatos, construir un sistema que depende del sector privado sin adoptar sus incentivos genera un desequilibrio. Si el sector público se nutre del privado sin producir de forma equivalente, ambas estructuras acabarán enfrentándose. Esto no solo debilita la capacidad productiva del sector privado, sino que, inevitablemente, también terminará arrastrando al público.