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26 Jun 2024
26 Jun 2024
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Felipe VI no es Alfonso XIII

Los neorrepublicanos que han surgido como hongos en estos días, no sé si han pensado la alternativa. Nadie duda que el mayor sueño del actual inquilino de la Moncloa sería ser el primer presidente de la Tercera República

Hemos vivido esta semana en España uno de los mayores atentados contra los derechos de la ciudadanía de nuestra historia contemporánea, comparable, tal vez, a la doble supresión de la Constitución de Cádiz por parte de Fernando VII. La Ley de Amnistía, que el presidente del Gobierno y su partido tildaban, hace no demasiado tiempo, de inconstitucional, se ha aprobado, acabando con la igualdad jurídica entre quienes somos el sujeto de la soberanía nacional, el pueblo español -a pesar de las falacias que se repiten de que reside en el Congreso ¿y no en el Senado? -, haciendo que unos políticos puedan quedar impunes, sólo por la necesidad actual de quien detenta el poder, pero que no puede gobernar, de mantenerse en él.

Pocas jornadas tan ignominiosas en nuestro devenir colectivo. Una losa que pesará para siempre en la valoración del actual presidente del gobierno cuando sólo sea historia. Una traición, una felonía, una indignidad que nos pone al nivel de repúblicas bananeras, que nos retrotrae a tiempos de autoritarismo y desigualdad. Y, en el fondo, para nada. Sólo prorrogar la agonía de una legislatura que no podrá ser llamada tal, pues será -ya lo ha sido- muy difícil aprobar leyes. Si en vez del capricho narcisista y ególatra de uno, hubiera primado la búsqueda del bien común, o tan sólo hubiera imperado un mínimo de sensatez, se habrían disuelto las Cortes y convocado elecciones. Máxime cuando los escándalos judiciales rodean a la persona del presidente, a través de su esposa y de su hermano. La reacción sobreactuada de aquel, la de sus ministros, convertidos en ridículos turiferarios, la de un partido centenario que está tirando todo su prestigio por la borda del servilismo, son sólo muestras de la fragilidad y debilidad en la que se mueve, al albur del capricho de un golpista que no fue capaz de asumir las consecuencias de sus actos y huyó, siguiendo una tradición ya consolidada en los gobernantes de Cataluña desde la Segunda República.

En este contexto, en el que la ciudadanía ha mostrado su indignación, su vergüenza y su enfado, han comenzado a surgir voces que critican al rey el no haberse negado a firmar la ley. Independientemente de lo poco que conocen el marco legal español, parece bastante contradictorio oponerse a la más que probable inconstitucionalidad de la Amnistía con otra inconstitucionalidad. El rey ha hecho lo que debía hacer, en el ejercicio de sus deberes constitucionales, de los que siempre ha sido escrupuloso cumplidor. Felipe VI no podía, ni debía, negarse a firmar el texto. Su fidelidad al juramento que hizo el día de su proclamación como rey constitucional de España le impide actuar de otra manera. Y debe ser así.

No son el mismo tipo de rey

Quienes critican al rey o empiezan a manifestar un antimonarquismo sobrevenido y visceral tal vez quisieran que el monarca hubiera actuado como su bisabuelo Alfonso XIII ante el golpe de Primo de Rivera en 1923. Independientemente de que el contexto es muy distinto y que las atribuciones que la Constitución de 1876 daban al rey eran mucho más amplias que las actuales, Alfonso XIII reconoció un hecho consumado que la mayor parte de la nación recibió con esperanza, muchos con indiferencia y sólo una pequeña minoría con hostilidad. La crisis de la Restauración había conducido a un desprestigio total de la clase política, una élite corrupta incapaz de evolucionar -frente a lo que se ha repetido, Primo no “asesinó” a un recién nacido, sino que aceleró el final de un moribundo-, en medio de un clima de conflictividad social que iba creciendo. El golpe de septiembre abrió, para muchos españoles, una etapa de esperanza, pero a la larga, la aceptación de Alfonso XIII supuso el final de la monarquía. Un rey que se salta la Constitución, antes o después, es un monarca destinado a perder la corona. Felipe VI ha sabido leer la lección de la historia, pues, al fin y al cabo, su familia, desde que reina en España -no digamos lo vivido en Francia y otros estados-, ha pasado por revoluciones, destierros, dos repúblicas y una dictadura. Esa experiencia secular se nota. El rey cumplió con su obligación, y el paso del tiempo le dará la razón. España no dispone, como si lo tuvo Bélgica, de un mecanismo que permita al rey no firmar una ley que choca con su conciencia -recordemos la abdicación temporal del rey Balduino para no firmar la ley del aborto- y Felipe VI debía, aunque en su interior le repugnase y no dejara de ser una humillación infligida por Sánchez -una más-, firmar. Y lo hizo.

Por otro lado, los furibundos neorrepublicanos que han surgido como hongos -del género amanita phalloides, claro-, en estos días, no sé si han pensado la alternativa. Porque creo que nadie duda que el mayor sueño del actual inquilino de la Moncloa sería ser el primer presidente -vitalicio si es posible- de la Tercera República. Independientemente de los sentimientos monárquicos o republicanos de cada uno, me parece que siempre es preferible ser una monarquía como Suecia o Gran Bretaña que una república como Venezuela o Cuba. Yo, al menos, lo tengo claro. Como tengo asimismo la certeza de que cuando la historia emita su juicio la actuación de Felipe VI será valorada positivamente. No podremos decir lo mismo de quien sólo aspira a mantenerse, a toda costa, en el poder.

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