Howard Carter en sus trabajos de arqueología/ Imagen de ABC
El 4 de noviembre de 1922, Howard Carter, arqueólogo inglés, descubrió, en el Valle de los Reyes, una tumba faraónica que le catapultaría a la fama mundial, la KV62, más conocida por el monarca que descansaba allí, Tutankamón. No era un descubrimiento más, sino que se trataba de una tumba intacta después de tres mil años, y significó el culmen de una carrera como egiptólogo que había empezado a los 17 años dibujando bajorrelieves del Imperio Medio. Carter se había formado bajo la tutela de uno de los más importantes egiptólogos británicos, William Flinders Petrie y en 1907 comenzó a colaborar con lord Carnarvon, un noble inglés entusiasmado por el estudio del antiguo Egipto, quien le financiaría la excavación en la necrópolis real de Tebas. La muerte de éste, a los pocos meses de la apertura de la tumba, en la que estuvo presente, dio pábulo a la leyenda de la “maldición del faraón”, aunque parece que todo fue más prosaico, una septicemia producida por una infección consecuencia de la picadura de un mosquito.
El descubrimiento de la tumba de un faraón, por otra parte poco importante y casi desconocido, que conservaba todo su ajuar, fue un verdadero impacto en la historia de la egiptología, si bien ya en la antigüedad hubo dos saqueos poco después del entierro, que obligaron a los funcionarios de la necrópolis a intervenir. La construcción encima de ella de viviendas de trabajadores en época ramésida la preservó durante tres milenios. Carter, al entrar, pudo fotografiar aún las ofrendas florares que se desintegraron al tocarlas. Albergaba más de 5000 piezas, entre ellas la maravillosa máscara funeraria del faraón, realizada en oro macizo. En la cámara del rey, única decorada, sus paredes representan escenas del Libro de los Muertos, que servían para ayudar al faraón en su viaje al Más Allá. La fascinación por Egipto aumentó, y aquel joven monarca, último de la Dinastía XVIII, que falleció en torno a los 18 o 19 años, probablemente víctima de la malaria, eclipsó con su fama a otros faraones de mayor importancia en la historia del antiguo Egipto.
El «Howard Carter» español, un hombre dispuesto a reescribir el pasado mediante exhumaciones
En España tenemos nuestro Howard Carter nacional. Si bien no se ha sumado a alguna de las campañas arqueológicas que investigadores españoles realizan en el Valle del Nilo, se ha dirigido, en diversas ocasiones, a otro Valle, más cercano a Madrid, y que ha sufrido oficialmente un cambio de nombre en aplicación de la ley que nuestro Arqueólogo ha promovido, en Su afán de dictar cuál ha de ser el relato oficial que hemos de creer, acatar y reproducir. De hecho, la exhumación que promovió, que aunque no fuera de un faraón sí lo fue del personaje que más poder absoluto ha tenido en la historia reciente de España, le llevó, en ese afán de convertir en histórico todo lo que hace, a afirmar que pasaría a la Historia por ello. Indudablemente, si ese es el legado que piensa dejar, resulta bastante pobre, máxime en un país tan dado a mover momias y cadáveres de su sitio, sin que haga falta remontarse al peregrinar del féretro de Felipe el Hermoso –con perdón de nuestro Guapo- por las tierras de Castilla.
Ahora, en un nuevo giro de guion, ha comenzado a preocuparse, con esa expresión impostada de interés admirado que representa cuando le graban las cámaras del NODO, por los restos que quedan en el hipogeo serrano. Como a estas alturas de la película de Su vida, que aún esperamos se estrene por todo lo alto, ya conocemos las profundidades del personaje, hay que suponer que no le deben ir muy bien las encuestas para volver a usar el viejo comodín, tan manido y previsible.
La pérdida de tiempo mirando al pasado y reabriendo heridas
Quizá vaya siendo tiempo de dejar el uso partidista de los muertos en nuestro país. Si es cierto, como puntualizaba Gregorio Marañón, que las guerras civiles duran cien años, cuando nos vamos acercando a la celebración del centenario de la del 1936, convendría hacer un esfuerzo por cerrar heridas. Un esfuerzo que, con gran generosidad, ya hizo toda la sociedad española durante la Transición. Como historiador estoy alejado tanto de la leyenda rosa sobre la misma como de la recientemente construida leyenda negra. Hubo luces y sombras, pero sobre todo, un deseo de la mayor parte de los españoles, desde todos los ámbitos ideológicos y sociales, de pasar página, de mirar al futuro y restañar tanto sufrimiento como se vivió con el mutuo perdón fraterno. No podemos estar continuamente, y menos por intereses personalistas de perpetuación en el poder, mirando al pasado, porque nos puede ocurrir como a la mujer de Lot, quedarnos petrificados y no poder caminar. Y la sociedad española se merece avanzar. Demasiado tiempo llevamos perdido ya.
Hoy, más que nunca, cuando se quiere emplear la historia como arma de división por parte de Quien ha manifestado Su deseo de levantar muros, hemos de recordar, como dijo en los momentos de hundimiento del califato omeya Ibn Hazm, que la flor de la guerra civil es infecunda. Para que no lo sea es urgente recordar y hacer real la vieja y dramática petición de Manuel Azaña: “Paz, piedad y perdón”.