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2 Jul 2024
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La tumba del cardenal Portocarrero

La desafección institucional y el hartazgo de la ciudadanía se plasma de manera notoria. El reflejo de la humildad en Portocarrero es un ejemplo de lo que esta democracia adolece

La Catedral Primada de Toledo es, sin duda alguna, una de las mayores joyas patrimoniales del arte español. Próxima a celebrar el ochocientos aniversario del inicio de la construcción del actual templo gótico, visitarla es siempre una experiencia estética de primer orden, por la belleza que atesora, la diversidad de estilos artísticos que alberga y la extraordinaria riqueza que en pintura, escultura y orfebrería conserva, desde el indescriptible Expolio del Greco en la Sacristía a la maravillosa custodia procesional del día del Corpus, de Enrique de Arfe.

El defenestrado Cardenal Portocarrero.

Panteón de reyes y arzobispos, entre las tumbas que se hayan diseminadas en sus naves, hay una que llama particularmente la atención, debido a la curiosa inscripción que hace las veces de epitafio. Se trata de la sepultura del cardenal Portocarrero. En ella, en lugar de darnos el nombre de la persona enterrada, sus datos biográficos, sus títulos y hazañas, aparece un escueto texto latino: Hic iacet pulvis, cinis et nihil, “aquí yace polvo, ceniza y nada”.

Sorprende porque quien está sepultado bajo esta lápida es uno de los personajes más importantes de la historia española moderna, cuya influencia marcó decisivamente el rumbo posterior de nuestro país. Prelado, aristócrata, mecenas de las artes, político clave en el final del reinado de Carlos II, Luis Manuel Fernández Portocarrero y Guzmán tuvo un papel protagonista en la designación de Felipe de Anjou como sucesor del último Habsburgo español. Un cardenal de un peso político equiparable al de su antecesor en la sede toledana, el cardenal Cisneros, y que está reclamando urgentemente una buena tesis doctoral sobre él.

Pero paradójicamente, una figura de tan gran importancia decidió ocultar todas sus glorias humanas bajo este sencillo epitafio, que imita otro que quizá pudo ver durante su larga estancia en Roma, el del cardenal Antonio Marcello Barberini, hermano del papa Urbano VIII, en la iglesia de los capuchinos. El epitafio del cardenal está en la línea de otras expresiones del barroco español, que nos recuerdan la fugacidad de la vida y la vanidad de las cosas terrenales, como plasmó de modo excepcional Valdés Leal. En un instante pasan las glorias de este mundo y volvemos al polvo, aunque Quevedo nos recuerde que será polvo enamorado. El barroco, con su espiritualidad reformista postridentina invitaba al ser humano al reconocimiento de sus propios límites, a descubrir su finitud; en definitiva, a la humildad.

El auténtico valor de la humildad

Esta palabra, con frecuencia, la asociamos, erróneamente, a una especie de negación maniquea del valor de uno mismo. Y sin embargo nuestros autores del Siglo de Oro nos dirían otra cosa. Teresa de Jesús afirmaba que la humildad era andar en verdad, es decir, conocer nuestra propia realidad tal cual es -el nosce te ipsum clásico-, asumir que en cada uno de nosotros se conjugan luces y sombras, descubriendo que tenemos limitaciones y defectos, pero también virtudes que hemos de desarrollar.

Una virtud, la humildad, que está muy poco presente entre nuestra clase política, en la que abunda, en todo su espectro ideológico, la soberbia y la prepotencia. Esto es especialmente visible en algunos de los más conspicuos representantes de nuestro gobierno de progreso. Es llamativo que, en bastantes casos, se está conjugando una nefasta gestión del ámbito de competencias asignadas con una especial tendencia a la chulería, a la prepotencia, que deriva en insultos o desprecios hacia quien trata de hacer la más mínima crítica.

Esta prepotencia y soberbia es la que conduce a verse poco menos que intocable, a una sensación de impunidad que, extendida como un cáncer a todas las instituciones que desde el gobierno -totalmente identificado, a lo Luis XIV, con quien lo preside- se van fagocitando. En los últimos días hemos tenido ejemplos claros, cuando ante uno de los mayores y más vergonzosos casos de corrupción de nuestra historia presente, se nos quiere obligar a decir que lo que vemos blanco es negro, en un claro intento de reescribir el pasado.

Desafección y desprestigio institucional como consecuencia de la prepotencia y la altanería

Todo esto está llevando a derivas peligrosas para el futuro de la democracia en España. Cada día, ante la imagen de impunidad de la clase política, convertida en casta intocable, va aumentando no sólo el desprestigio de las instituciones, sino también la desafección hacia ellas. El hartazgo de la ciudadanía es cada vez mayor y más evidente. Estos días, sesudos politólogos y opinólogos, ante el fenómeno Alvise, daban alambicadas explicaciones, agitando el fantasma de la ultramegaextrasuperderechaderechona para explicar su éxito, cuando la causa es más sencilla: muchos le han votado sencillamente porque están cansados y hastiados de unos políticos autorreferenciales, capaces de amnistiarse los mayores delitos pero incapaces de asumir responsabilidades de cualquier índole.

Un enfado que va creciendo de modo imparable y que nuestra casta política, en su terrible ceguera, como la de la nobleza francesa antes de la Revolución, es incapaz de ver. Los griegos decían que los dioses cegaban a los que querían perder. Cuando la clase política tradicional quiera reaccionar, será ya demasiado tarde.

En la Roma imperial, cuando se celebraba el triunfo de un militar victorioso, mientras éste desfilaba entre la multitud que le aclamaba, a su lado iba un siervo diciendo “¡Mira detrás de ti! Recuerda que eres un hombre”. Los papas heredaron esta tradición, transformada; cuando todavía eran coronados, durante la ceremonia, al ser trasladado en la silla gestatoria, por tres veces en un brasero se quemaba estopa, que se consumía rápidamente, mientras se le decía Sancte Pater, sic transit gloria mundi. Nuestros actuales políticos carecen de alguien que les recuerde sus limitaciones. Y tampoco tienen la grandeza de un Portocarrero para reconocerlas. Así nos va.

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