Homofobia. Xenofobia. Gordofobia. Transfobia. Aporafobia. La izquierda occidental parece entregada en cuerpo y alma a la tarea de regañar a los demás por prejuicios reales o inventados. Mientras discursean desde el pedestal de los puros, al que nadie les ha pedido que se suban, se olvidan de que arrastran un largo historial de utilizar el feminismo, la cooperación internacional e incluso los sindicatos para obtener privilegios personales en vez de para solucionar problemas y articular lazos comunitarios. Ahí se encuentran la raíz de su crisis de identidad y de sus constantes derrotas, en concreto en dos fobias que prefieren ignorar porque son ellos quienes las practican.
La primera es la plebefobia, el odio visceral al pueblo llano. Pedro Sánchez causa hilaridad cuando le vemos invocar a «los parias de la Tierra» y llamar a que se movilice la «famélica legión». Nos reímos porque hemos visto demasiadas veces en el telediario la cara de felicidad que le produce ser aceptado en las zonas VIP de las élites globalistas. La misma cara comodidad y sumisión radiante de homólogos como Gustavo Petro, Emmanuel Macron y Justin Trudeau.
Por su parte, socios del gobierno como Podemos y Más Madrid también transmiten su tremendo asco hacia la gente de abajo, que suele ser fea, pobre y sin deconstruir. Nuestra izquierda solo disfruta de la selección española de fútbol cuando juega la sección femenina o cuando los chicos tienen piel oscura. Bailan reguetón en fiestas de casas okupas molonas pero solo si contiene letras feministas. Están siempre más cómodos con un mantero de Senegal que con un albañil de Segovia. Han nacido para brillar en los pasillos del poder, no para compartir vinos en los bares de barrio o polígono de la clase trabajadora, por eso necesitan refugiarse en las tascas multiculturales de la calle Argumosa (Madrid) o similares.
La otra fobia que ciega al progresismo español, porque la lleva metida en los huesos, es la endofobia, el odio a nuestra identidad y nuestras costumbres. En el siglo XX, el progresismo español iba los toros y disfrutaba del arte que mejor explica que la vida es lucha, riesgo y ocasionales destellos de belleza. Tampoco son capaces de estar una hora quietos en un templo, ya que el narcisismo dominante desde mayo de 1968 resulta incompatible con la fraternidad católica y con la noción de someterse a rituales, no digamos ya a un Dios superior a ellos. La izquierda española es individualista hasta el delirio, por eso están más cómodos en un centro comercial de la Gran Vía que en misa de doce.
Por supuesto, el progresismo también odia nuestra Historia, así que no dudaron ni un segundo en ponerse del lado de la presidenta de México, Carla Sheinbaum, en vez de defender la obra de España en América, físicamente visible en templos, hospitales y universidades (además de en nuestro idioma común). Han seguido tan poco la vida de este país que no recuerdan que el Rey Juan Carlos I ya se disculpó en 1990, durante un acto en Oaxaca, por los excesos de los conquistadores con los indígenas y por la incapacidad de la Corona para protegerlos. Lo hizo ante representantes de las siete principales etnias mexicanas, con cuyo apoyo pretendía contar para dar otro impulso a la Hispanidad con motivo del V Centenario de la Conquista.
El odio a la familia tradicional, a la bandera común y a la identidad sexual biológica también está pasando factura a la izquierda más perdida del último medio siglo. En esta recta final del año, la pregunta importante surge sola: ¿Cuánto puede durar un espacio político caminando sin suelo social bajo de sus pies?