«En un Estado democrático y de derecho los gobernantes deben someter su forma de hacer política, en primer lugar, a la ley aplicable y, en segundo lugar, a la moral.»
Debe prevalecer la legalidad frente a la política, e incluso frente a la moral, porque el Estado democrático y de derecho se cimienta sobre los principios de legalidad y separación de poderes, lo que implica que si una concreta política apoyada por la mayoría de la sociedad por ser conveniente y moral es contraria a la ley los gobernantes podrán, a través de los cauces democráticos y reuniendo las mayorías necesarias, modificar o corregir las normas que impiden la aprobación o aplicación de la política pretendida.
Pero no puede aceptarse que los gobernantes desarrollen políticas contrarias a la ley, porque, aunque pudieran ser aceptadas por la mayoría como justas y morales, ello supone atentar contra la norma que democráticamente fue aprobada por la mayoría de la sociedad.
En segundo lugar, debe prevalecer la moral mayoritariamente aceptada frente a la política, entendiendo la moral en el ámbito de la política como la percepción que cada individuo tiene sobre la relación de la acción concreta de los gobernantes con el bien o el mal.
La legalidad como estabilidad
A diferencia de la legalidad, cuya observancia resulta relativamente fácil de controlar con un simple ejercicio de contraste entre la norma escrita y la acción política pretendida y, en último término, serán los jueces y tribunales quienes declararán una determinada política conforme o no a la ley, nadie tiene la capacidad de determinar cuál es la moral aceptada por la mayoría de la sociedad ante cada decisión política.
No obstante, llevando este punto al extremo, hay supuestos en los que sí podemos afirmar de forma inequívoca que matar, violar o prevaricar son actos contrarios a la moral y cualquier medida política tendente a adaptar la ley con el objeto de impedir que dichos actos sean penalizados sería una medida contraria a la moral mayoritariamente aceptada.
Pues bien, recientemente hemos vivido una situación en el Parlamento en la que sí es posible apreciar una forma de hacer política que, aunque sea legal, atenta contra la moral mayoritariamente aceptada. En el proceso de tramitación de la ley de amnistía los letrados de Cortes han cuestionado de forma contundente el contenido de la ley por ser contrario a la Constitución.
El informe que a tal efecto han emitido los letrados de Cortes no es vinculante y, siendo así, los grupos parlamentarios promotores de la ley han decidido continuar su tramitación sin hacer el mínimo esfuerzo o reflexión por adaptar el contenido de dicha ley a las conclusiones del informe de los letrados, tal y como sucedió en la tramitación parlamentaria de la ley del “sólo sí es sí”.
En mi opinión, y sin pretender valorar el contenido de la ley de amnistía actualmente en tramitación parlamentaria, el desprecio tan absoluto de estos grupos parlamentarios al informe emitido por los letrados de Cortes, aunque no es contrario a la ley, es inmoral puesto que no me cabe duda de que la mayoría de los ciudadanos considera, en primer lugar, que despreciar de esa forma las conclusiones de los letrados de Cortes se aproxima más al mal que al bien, pudiendo concluir que, con independencia de la legítima ideología que cada ciudadano pueda tener, esta no es la forma correcta de hacer política; y, en segundo lugar, que los efectos perversos que esta ley pueda tener en caso de ser aprobada serán consecuencia de este desprecio a los letrados de Cortes, igual que lamentable e inmoralmente ha sucedido con la ley del “sólo sí es sí”.