Una serie de hechos están conmocionando la situación mundial. En perspectiva geopolítica, hemos pasado de un mundo unipolar norteamericano a una tripolaridad conformada por EE.UU, Rusia y China. Esta tripolaridad abre la puerta a la consolidación de nuevos polos de poder, como Irán, India e Israel. Sin embargo, se enfrenta a un colapso geopolítico del Cono Sur, por razones internas y externas, especialmente a partir del cambio de gobierno de Argentina, combinado con el fracaso del socialismo siglo 21 venezolano y la perplejidad de los lacayos globalistas ante la tambaleante trayectoria los Estados Unidos.
En este escenario de colapso geopolítico suramericano, sin embargo, la guerra de Rusia contra la OTAN cuesitona la situación política en la que nos estábamos preparando para el “siglo americano”, como le llamaba Irving Kristol del Instituto Americano de la Empresa. La crítica concreta y operativa a la institucionalidad liberal de los últimos 70 años empieza rechazando el nihilismo de lo políticamente correcto, en tanto remache ideológico de la globalización financiera, iniciado con el primer gobierno de Bill Clinton y liquidado con la derrota de su esposa. En todos los casos se observa un rechazo claro, lo demás es un modelo en construcción.
¿Cuál es el modelo que se está configurando? En Rusia, Francia, Hungría, Polonia, Alemania, y quizá también en Filipinas hay un renacimiento nacionalista acompañado de la tradición religiosa y el orden natural. Este fenómeno se manifiesta como un rechazo a la disolución del sentido de la vida en las fauces de la progresía mundial que, en rigor, necesita una masa indiferenciada, amorfa y apocalíptica. Un ejemplo de esto es la mimetización del hombre con la mujer y la multiplicación del nominalismo delirante de los pretensos géneros.
Este proceso busca mantener al mundo atrapado en la «avidez de novedades» que Heidegger describió en Ser y Tiempo, y que se ha consumado en la proliferación de estrategias de venta resultantes de la sobreacumulación de mercancías, la cual está en la base del estancamiento económico global. Así, el modelo que emerge se sustenta en la reivindicación de la identidad nacional, la tradición y la búsqueda de un sentido más profundo en la vida, desafiando las narrativas dominantes de la modernidad.
Los hechos señalados permiten visualizar un trasfondo de malestar y cansancio vital ante la innovación permanente de la mentalidad progresista. Ese cansancio vital provoca la posibilidad de renacer desde nuestra esencia. En este punto conviene traer a la discusión la distinción que hace Xavier Zubiri entre trasmisión y tradición. Ni toda tradición es transmisión, ni toda transmisión es tradición. Transmitir se transmiten ideas, costumbres, símbolos de todas las formas habidas y por haber: algunas se abandonan, otras no. En cambio, tradición es actualización de un sistema de posibilidades; rescate, interpretación, proyección y puesta en acto- en un mismo movimiento decisionista y generatriz– de una parte particularmente significativa y rica en contenido del legado de las generaciones pasadas. Es decir, se lo pone en acto en una situación histórico-mundial precisa, principiante, azarosa y destinada: tres aspectos fundamentales que delimitan nuestro ser en el mundo. La Causa de la América por la que lucharon Bolívar, O`Higgins y San Martín, pero también Ibañez del Campo, Getulio Vargas y Juan Domingo Perón, es la unidad progresiva de los pueblos y supone, como punto de partida en la actualidad, una comprensión crítica de las estructuras jurídico- políticas impuestas por los líderes del pasado.
Los orígenes del orden mundial en crisis
El ordenamiento jurídico internacional presenta como logro idealista la Carta de las Naciones Unidas, pero su génesis en las negociaciones de Potsdam entre Truman, Churchill y Stalin muestra las contradicciones entre la ideología y la acción, es decir, la duplicidad estructural de la política idealista de signo kantianoi.
La Declaración del Atlántico de 1941 aparece como antecedente ideológico inmediato de la Carta de las Naciones Unidas. Pero la distancia entre las intenciones explicitadas y la realidad de la guerra muestran que la fuerza de la tradición idealista es también indicativa de la capacidad de la ideología para ocultar las realidades. Sin embargo, mediante el análisis, la fuerza de la realidad se impone y determina los límites y posibilidades de una declaración de intenciones. Se trata simplemente de una superposición de componentes políticos e ideológicos, en los que aquéllos imponen la horma en la que se insertan las normas. En este aspecto, la unidad de las intenciones y las realidades configura una situación histórico intelectual con estructuras bien precisas, cuya base consiste en el despliegue y la ocupación del espacio, y su condición de sentido es la figura de la conciencia ideológica.
¿En qué medida la conciencia ideológica es funcional a la estructura real? La conciencia ideológica no requiere ser verdadera con arreglo a una conciencia científica sino en su capacidad de reproducir la estructura de la realidad. No se trata solamente de una representación parcial, sino más bien de una inversión de la causalidad de las condiciones de su funcionamiento. En la Carta de las Naciones Unidas la paz es presentada como resultado de la convivencia racional de sujetos en igualdad de condiciones. Para ello se traza una geometría que vela las contradicciones reales. Y se establece la hipóstasis de la paz como paz perpetua basada en la estructura que inmoviliza el curso de la historia universal en la reunión de los vencedores. Pero se trata de un dispositivo que opera como representación trastocada e idealizada de lo real.
Es función de la realidad, pues no puede haber movimiento real sin mediación ideológica. Sin embargo, considerada en sí misma, la figura de la conciencia ideológica, en este caso, presenta un carácter abstracto, en el sentido preciso de indeterminado e incierto. Los primeros antecedentes en el tiempo se transforman en la figura de la conciencia dominante en el espacio cuando nace la nueva realidad de las Naciones Unidas. Es el tránsito de la historia a la estructura, de la génesis a la dominación. De este modo, en el principio de las Naciones Unidas, el idealismo está mediatizado e insertado en un proceso concreto, el de los vencedores y su reunión en Potsdam. Las Naciones Unidas serán un ensayo de cosificación y transformación del resultado de la guerra en estructura del mundo.
Los antecedentes de la Carta de la ONU- La Paz perpetua, los 14 puntos de Wilson, el pacto Kellogg-Briand, la Carta del Atlántico- se incorporan como argamasa ideológica a la ONU. Precisamente, la idealización externa al proceso concreto y la fe en la ilustración, configuran el ámbito común de neutralización retórica entre el liberalismo mesiánico de los Estados Unidos y la vocación propagandística del dogmatismo stalinista. La Carta de las Naciones Unidas representa una visión idealizada y vacía del orden interestatal. Precisamente, la separación y el contraste entre el ordenamiento jurídico proclamado y la realidad política vivida determinan la producción del nihilismo. La insistencia y formalización de una retórica despojada de contenido concreto reproducen el nihilismo como condición de la época.
La Carta de las Naciones Unidas es el documento fundacional de lo que se planteó como una nueva era en la historia de la humanidad, basada en la paz y la cooperación internacional. Más que un cambio en la historia, un cambio de la historia. O, directamente, el fin de la historia. La idea de Kant de la paz perpetua a menudo fue endosada a la Carta de las Naciones Unidas. Como hemos señalado ex ante, conviene matizar esa apreciación, porque en La paz perpetua el carácter federativo es simétrico e integrador de estados soberanos. Kant era perfectamente consciente que la federación no es compatible con la estratificación en función de las relaciones de poder. Precisamente La paz perpetua es anhelo de ilustración y fundamento de la propuesta federativa de la que puede decirse que no está demostrada su imposibilidad.
En este aspecto, Kant tiene plena conciencia de la externalidad del ideal y deja librada su realización al nivel de una posibilidad eventualmente inalcanzable, es decir, al azar. En el punto de partida el planteamiento de un ideal externo al curso del mundo lleva en sí esa dificultad. Precisamente, la realización de un proyecto formal en el mundo real debe mostrar la fuerza de imposición sobre las relaciones de poder y las exigencias de la coyuntura. En este aspecto, la visión idealista de las relaciones interestatales comparece dentro de un momento histórico mundial atravesado por la lucha y la guerra como sustrato de las realidades.
Evidentemente, los caminos del interés geopolítico y la política realista de los EEUU se escriben en caracteres idealistas. Entonces, la cuestión acerca de la política exterior norteamericana se funde en una misma posibilidad interpretativa si se considera la Carta del Atlántico como el programa de mundialización de la Doctrina Monroe. Para una cierta interpretación, América para los americanos manifestó originariamente la voluntad estadounidense de garantizar la separación del hemisferio occidental en relación al colonialismo europeo. Como sostenían Carl Schmitt y Carlos Pereyra, casi como emblema del panamericanismo, la consigna operó como delimitación de una zona de influencia de la potencia norteamericana ascendente. Mediante la particular apropiación norteamericana del idealismo, en la Carta del Atlántico la zona de influencia proyectada es todo el mundo. Por ello por esos años la doctrina Stimson sostenía que “el mundo hoy no es más grande que lo que eran los Estados Unidos antes de la guerra civil”, Schmitt dirá que, sin embargo, “el mundo siempre será más grande que los Estados Unidos”. Es una cuestión geográfica pero también temporal.
Nada es la geografía si no está habitada y constituida como geografía humana, es decir, como espacio de la vida humana, si no es a partir de la presencia y el desarrollo de las comunidades humanas. Ciertamente es ése desarrollo el que determina la finitud y limitación de la capacidad expansiva de la potencia norteamericana y hace virtualmente imposible la expansión de su régimen político, económico y moral a la totalidad de los países. Justamente, por imperativo de la realidad concreta, la política mundial ha deformado el idealismo kantiano, hasta hacerlo irreconocible.
La Carta de las Naciones Unidas anuncia sus intenciones en su preámbulo cuando afirma su resolución de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles… la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas”.
Una declaración de principios igualitarios entre las personas y entre las naciones no reflejaba lo que ocurría en el mundo ni en el interior de los países signatarios. Los Estados Unidos tenían sus propias leyes de segregación racial contra los negros, los aliados habían arrasado a centenares de miles de personas en los bombardeos alfombra sobre las ciudades de la retaguardia alemana como Dresde y Hamburgo, los soviéticos incumplían las convenciones sobre el trato de prisioneros de guerra. En igual sentido, nunca esta clase de principios interfirieron en la decisión de Truman de lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
En igual sentido, en Potsdam, la discusión en torno a los regímenes políticos de los países ocupados por el Ejército Rojo y los aliados reveló las líneas de fractura de las zonas de influencia. El intercambio de reparaciones por la imposición soviética de la nueva frontera occidental polaca y el posterior discurso de Churchill en los Estados Unidos acerca del Telón de Acero marcaron el sino de la realidad política del mundo.
Cabe destacarse el contraste entre la Carta de Naciones Unidas y la realidad política del mundo en el mismo momento en que se origina, pero pueden señalarse también las contradicciones internas de la carta misma. Es decir, la Carta como momento abstracto posee contradicciones intrínsecas. No se trata de un programa performativo coherente, que pueda ser realizado con modificaciones y modulaciones prácticas. Se trata en rigor de una estructura formal contradictoria en sí misma y, en la medida en que se postula como un nuevo orden de paz perpetua, los equívocos se transforman en engañosos. Es decir, en ideología en tanto falsa conciencia e instrumento de proyección de poder.
En el artículo 2, párrafo 1, capítulo primero la carta afirma “la igualdad soberana de los Estados”. Se trata por cierto del supuesto fundamental del Derecho Internacional público orgánicamente vertebrado a la tesis constituyente de todos los Estados. Sin esa idea no puede existir un Estado, del mismo modo que sin la idea de libertad no puede existir una persona. (Un Estado y una persona pueden ser esclavizados, pero su libertad es originaria y, aún perdiendo la libertad de movimiento, la persona es la libertad. No es que una persona tiene o no tiene libertad. La persona es la libertad del mismo modo que el Estado es la soberanía. La raíz de la personalización del Estado radica en la identidad estructural entre la libertad y la soberanía, ambas son esferas de decisión irreductibles y constituyentes. )
Así todo, en el Art. 23 capitulo 5 se establece el Consejo de Seguridad con cinco miembros permanentes con derecho a veto (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia (en 1945, Unión Soviética) y China, y 10 Estados más de compañía. Es decir, la estructura de poder real del mundo penetra en el mismo momento formal e impone una contradicción de base, que se resuelve forzosamente en función del Consejo de Seguridad. Y lo hace anillándose con la contradicción entre el capitulo 1, Art.2, párrafo 4: “abstendrán de amenaza o uso de la fuerza contra la integridad o la independencia de otro estado”. Es el artículo generalmente conocido como el de prohibición del uso de la fuerza. Es decir, es el punto más ambicioso del nuevo orden internacional lanzado en la posguerra, ya no la regulación y limitación de la guerra, sino la declaración anticipada de su ilegalidad. Pero el Art. 2, párrafo 4 se contradice de lleno con el capítulo 7, integrado por los artículos 39 al 51(siendo este último parcialmente complementario en la medida en que afirma el derecho a la legítima defensa).
El capítulo 7 desarrolla y regula que el Consejo de Seguridad determinará la existencia de y los cursos de acción ante “toda amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o actos de agresión”.
En estas contradicciones formales se evidencia que el Consejo de Seguridad establece un régimen de penalidades del que él mismo queda exento. Es en realidad la carta de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, porque consagra el reparto del mundo entre potencias y establece un régimen de excepción de la normativa pacifista, favorable a las potencias permanentes del Consejo de Seguridad. Tampoco establece un consenso básico porque el mismo Consejo de Seguridad está fracturado en función de los intereses de poder entre los miembros permanentes. El poder oligárquico interestatal se transcribe y su estructura dinámica reproduce la asimetría. La guerra se constituye en una función de la estructura, como se evidencia en las guerras de Vietnam, Nicaragua, Panamá, Afganistán, Irak; y Hungría, Checoslovaquia, Afganistán, Chechenia, Georgia etc.
Las condiciones reales del resultado de la Segunda Guerra se imponen en Potsdam. El problema de las esferas de influencia no implica la contradicción entre un sistema democrático natural y una imposición ideológica brutal. El sistema democrático liberal está naturalizado en la concepción estadounidense como para entender hasta qué punto forma parte también de una prolongación de su propia esfera de influencia, de su voluntad de poder.
O crece o muere
Es difícil encontrarse con una situación mundial como la actual. Sobre el marco dinámico y abierto de las guerras Rusia- OTAN y la tripolaridad nos hemos retrotraído a la crítica al orden económico liberal porque bajo la catástrofe de los Estados de África y Medio Oriente como consecuencia de las agresiones norteamericanas, así como la creciente cartelización y parcelación mafiosa de los grandes estados latinoamericanos como Argentina, Brasil y México, se despliega el poderío del capital financiero.
Precisamente, el núcleo del sistema de las Naciones Unidas tiene al capital financiero internacional y éste al Fondo Monetario Internacional como su instrumento para dominar el mundo explotando a las clases trabajadoras y a las “naciones proletarias” , imponiendo invariablemente el mismo programa de colonización mediante el manejo de la política monetaria a través de los Bancos Centrales independientes de los Estados Nacionales pero subordinados a las necesidades del dólar, y mediante la inducción a los gobiernos de políticas de endeudamiento y ajuste perpetuo: es lo que se ve en la actualidad con las idénticas recomendaciones del FMI a los gobiernos proconsulares de Brasil, Chile, Argentina, Colombia, Perú y México, entre otros.
Llegados a este punto, no hay alternativa, en el sentido de varias posibilidades entre las que cabe elegir una para ser efectivizada. Más bien hay una disyuntiva: o el renacimiento de los movimientos nacionales latinoamericanistas o la disolución en los entresijos del nuevo orden que se avizora.
El apotegma spengleriano que preside éste apartado aparece ahora como la disyuntiva en la que se encuentra el pensamiento nacional latinoamericano: o recupera el poderío político operativo explotando el desplazamiento tectónico político mundial impulsado por el reverdecer de los nacionalismos, o desaparece por cien años, por así decirlo.
Como anécdota histórica puede recordarse que en el cuaderno de bitácora del buque Augusta en el que Truman regresaba a los Estados Unidos desde Potsdam, consta que cuando le transmitieron la noticia del lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima “el presidente saltó de su asiento y entre aplausos y vítores de la población del barco concluyeron el día con una película y una exhibición de boxeo” (Mee, 1977:294-5). Por cierto que el lanzamiento de la bomba tuvo el doble propósito de forzar la rendición incondicional de Japón evitando el desembarco aliado y frenar el avance soviético hacia Japón- solicitado por Roosevelt y de poco agrado de Truman- para instaurar el equilibrio de poder entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Más allá del idealismo discursivo, los Estados Unidos compensaron con la bomba atómica los logros del Ejército Rojo. El dato concreto es claro: la política exterior estadounidense renunció al bien y seleccionó un mal entre una serie de males, transitando el camino de la explotación política de esa opción para mostrarle al aliado actual y enemigo potencial cual es la real fuerza propia. Todos objetivos realistas, ninguno de corte idealista ni vinculado a los principios de la Carta de las Naciones Unidas. History as usual.
Basta con recordar que llevaba 50 días la Operación Barbarroja y los éxitos alemanes se sucedían unos tras otros. En ese contexto, la incertidumbre sobre el futuro del mundo y la perspectiva del dominio alemán sobre Europa llegaban a su punto más alto. En esos momentos difíciles, Roosevelt y Churchill firmaron la Carta del Atlántico, un conjunto de intenciones de enemistad absoluta con el nacionalsocialismo y de exaltación de la paz basada en la autodeterminación de los pueblos, la libertad de comercio, la cooperación internacional y la renuncia al uso de la fuerza. Una renovación de fe idealista en el momento más extraordinario de la expansión de la Alemania de Hitler.
ii En el momento de la Conferencia de Potsdam, la guerra había concluido en Europa y restaba el golpe final a Japón. Truman, Stalin y Churchill se reunían para discutir la situación de Alemania y Polonia (y, en menor medida, la de Austria, Italia, Bulgaria, Finlandia, Hungría y Rumania). En realidad, las discusiones de fondo giraron en torno a la política que se desarrollaría en relación a los regímenes políticos de los países ocupados. Los soviéticos habían llevado la carga principal de la guerra contra Hitler, su ejército frenó a los alemanes en Stalingrado y había llegado a Berlín. Su concepción de la política estaba profundamente vinculada a Europa Oriental y Central.
No podían entender cuál era el objetivo norteamericano detrás de la insistencia en el reclamo de un régimen de democracia liberal en Polonia, ni les parecía que había otra alternativa distinta a la de la construcción de regímenes políticos de acuerdo a la fuerza que ocupase cada país. Los norteamericanos creían que la instauración de un régimen democrático liberal representaba el orden natural de las cosas y no la imposición de la visión de una potencia dominante. Siempre fue un problema determinar hasta que punto los dirigentes norteamericanos creen auténticamente en los argumentos pacifistas con los cuales acompañas las intervenciones militares.
Fuere lo que fuese, la propaganda estadounidense sobre la convivencia universal y la paz no podía emanciparse de la realidad política.¿Por qué los estadounidenses insistían sobre Polonia? Los autores norteamericanos suelen mostrar la sospecha de Stalin como típica de una mentalidad realista incapaz de comprender el idealismo estadounidense. Sin embargo, el idealismo estadounidense es una ideología más, con la misma dificultad que posee toda ideología para comprender su condición de tal.
Pero en el marco amplio de aquél entonces, el rediseño del mundo por los vencedores y la lucha mundial entre el capitalismo y el comunismo, ¿por qué los soviéticos habrían de creer en la neutralidad política de la democracia liberal?Las sospechas de Stalin podían interpretarse como propias de un campesino georgiano, de un viejo bolchevique o de un maestro de la Realpolitik que proyectaba en los demás su propio sistema de desconfianza, pero un análisis menos fervoroso de la mentalidad estadounidense puede conceder a Stalin el beneficio de la duda, cuando no el de la coherencia lógica en la organización del razonamiento. Stalin se preguntaba: si los EE UU habían mantenido relaciones amistosas con tantos gobiernos sin preguntarse sobre su régimen político, ¿cuál era el problema con Polonia? ¿Sólo una cuestión de idealismo?