Hace ya tiempo que los teléfonos móviles se han convertido en una extensión de nosotros mismos. Entre sus múltiples utilidades está la de usarlo para hacer una foto o grabar un vídeo, el proceso es tan sencillo como fijar un objetivo y darle al botón. Esta facilidad ha desencadenado en una adicción, en la necesidad de dejar constancia de todo lo que hacemos, de mostrar con quién estamos o dónde estamos, pocas cosas son capaces de esconderse del objetivo de la cámara.
Y, aunque negar su utilidad sería contrario a toda lógica, también lo sería negar que hemos alcanzado un punto en el que parece que si no hay una prueba en nuestro teléfono de que algo ha pasado es como si nunca hubiese ocurrido. Lo primordial es que el momento quede registrado, asegurarse de que la foto está bien hecha y de que es lo suficientemente “postureable” para así poder compartirla. Hemos dejado de querer mirar el mundo con nuestros propios ojos, ahoralo vemos a través de pantallas.
Vivimos en la pandemia de las redes sociales y cada vez son más las personas que hacen de ello su medio de vida, los denominados influencers, viven por y para publicar contenido, que es consumido por sus seguidores de forma compulsiva. Son un caso extremo, pero esta corriente se extiende entre todos nosotros. Ahora, más que nunca, conviene preguntarse si lo que hacemos es para nosotros mismos o para los demás.
Por otro lado, gracias a que todo puede quedar registrado en un pequeño dispositivo electrónico, hemos dejado de esforzarnos en recordar por nosotros mismos. Estamos cambiando recuerdos y experiencias por fotografías: la comida ya no se saborea, se fotografía; los paisajes ya no se admiran, se fotografían; los conciertos ya no se escuchan, se graban, y así con todo. Pero una foto jamás será equivalente a un recuerdo, podrá ser una huella de lo que ha sido, pero es incapaz de albergar sensaciones o sentimientos.
Tenemos que seguir queriendo conservar y almacenar recuerdos, no en la nube, sino en nuestra mente, y aceptar que el tiempo o bien se los lleva consigo o los acaba distorsionando, no siendo ello necesariamente malo. El disfrute es efímero y ese es parte de su encanto, para sentirlo no se precisa de su registro.
Pero la fuerza de las pantallas no termina aquí, sino que va mucho más allá, a lo anterior hay que sumar una estampa triste a la par que habitual. Cada vez podemos ver a una mayor cantidad de niños, de edades más y más tempranas, totalmente absorbidos por las pantallas, ya sea jugando o viendo vídeos.
Es común acudir, por ejemplo, a un restaurante, y ver a niños que no interactúan con sus familiares ni entre ellos, son totalmente ajenos a lo que los rodea pues no ven más allá de la pantalla que tienen frente a ellos. Claro que los culpables son sus padres, pues sobre ellos recae el deber de educar a sus hijos, recurren a la entrega del teléfono por ser el camino fácil. En lugar de esforzarse por hacerlos partícipes y procurar que sean conscientes de lo que les rodea dejan que se sumerjan en un mundo ficticio, en el que tan fácilmente se pierden los niños.
Los teléfonos móviles y las redes sociales son inherentes al mundo en el que vivimos, pero esto no significa que deban ser el origen y la razón de nuestros recuerdos. La vida pasa demasiado deprisa como para verla a través de una pantalla, si perdemos los momentos ya no nos quedará nada.