El siglo XX todavía fue capaz de legarnos, en tanto que Era Crepuscular, un puñado de páginas imborrables que, trascendiendo toda ciencia y toda razón, y normalmente elevándose por encima de la filosofía, en tanto que literatura inclasificable, logran incrustarse en lo más hondo del Ser de sus lectores. Esas líneas, grabadas en el fuego eterno de la autenticidad y el espíritu, permiten vislumbrar aquello que, franqueado por las columnas salomónicas de Jakín y Boaz, se oculta tras el velo de Isis para correr a recordarnos, justo a continuación, que uno nunca se casa con la Reina de Saba (con el arquetipo), a pesar de que deba enamorarse de ella con una intensidad capaz de comprender siglos enteros.
Un ejemplo de esto sería la novela El lobo estepario (1927), de Hermann Hesse, cuyo protagonista, el tragicómico Harry Haller, se convirtió en prefiguración y hasta profético anticipo de ese otro “Señor Lobo” que en su momento pretendiera encarnar Adolf Hitler. Preferimos citar aquí otro título del mismo autor, Demian (1919), que sirve bien de pórtico de iniciación y obra de aprendizaje, para mejor descubrirnos el Sí Mismo de su protagonista, así como su Sombra (que son también el Sí Mismo y la Sombra de cualquier lector), por medio de una exteriorización encarnada en lo Otro…
El mayor seguidor y discípulo y heredero de Hesse en lengua española fue el chileno Miguel Serrano, como atestigua su clásico más divulgado, sugestivamente titulado El círculo hermético (1965), donde se nos narran las experiencias del autor junto al genio que nos legó El juego de los abalorios (1943), así como sus experiencias con el Carl Jung más visionario… Y como evidencia esa «noche oscura del alma» revelada a través del más sutil y al tiempo exacto de los lenguajes, en ese clásico incontestable que es Las visitas de la Reina de Saba (1960), recientemente reeditado en España por la prestigiosa editorial EAS, junto al resto de la obra del otrora embajador en la India.
Es una iniciación: verdadera búsqueda del Ánima en la Amada típicamente romántica, es decir, la integración de la Sombra y del Sí Mismo como opuestos conciliados sin contradicción, dados al porvenir directamente desde unas páginas escritas con enorme belleza y en pleno siglo pasado y que, en realidad, responden a un conocimiento mucho más antiguo, atemporal incluso, donde se da cuenta del encuentro y la pérdida del protagonista, un iniciado, con un misterioso arquetipo femenino, el de la Reina de Saba, que en otras encarnaciones responde a nombres venerados como el de Shakti.
El escenario de la Historia del pasado siglo habilitó la representación de un conflicto cósmico de fuerzas subterráneas entrando en colisión… Cuyas raíces se hunden más allá de las cronologías, en la noche misma de los tiempos, porque en el fin del Ciclo, a la espera del resurgir de los dioses y el retorno del rey, todavía dominan los titanes junto a los súcubos y demás subalternos del Mal. Y es que, con la llegada del cristianismo, esa Roma pagana hecha por guerreros fieles al sacerdocio de las armas cuyo reverso más evidente fue el Imperio del Amor, se produjo una represión colectiva de lo sacro, en términos del así llamado “inconsciente”, que recluyó a la Diosa Blanca en el esquivo y delicuescente territorio del Ánima Mundi.
Atendiendo al testimonio de Serrano, ese Fedeli d’Amore moderno, existió y es posible que todavía exista un enigmático grupo conformado por una simbiosis de mística sufí, ocultismo cátaro, amor trovadoresco y cierto esoterismo que más tarde sería recuperado por la teosofía en plena Modernidad. Detrás del escenario, como decimos, se ocultaría una élite encargada de custodiar y adorar a la Piedra Negra de la Kaaba, cuya etimología recuerda a la simbología de la cueva, a ese útero materno platónico del que procedemos todos… Puesto que esculpe el corazón de la Gran Diosa Blanca.
Según la interesante perspectiva de Serrano, todas las grandes religiones adoran al Dios del tiempo, Saturno, que como en el cuadro goyesco devora a sus vástagos. Su potencia se encuentra representada por la piedra sagrada del Grial (lapsit exillis), que a su vez se asemeja al monumento central de La Meca, habitualmente relacionado con los consumidores de hachís (la secta de los asesinos llamada Ḥashshāshīn, con sede en Alamut), y desvelándose como la célebre Piedra Filosofal que una vez perteneció al Rey Salomón, célebre constructor del Templo, además de custodio del Arca de la Alianza en cuyo áureo barniz estaba inscrito el más terrible de los misterios: el nombre de Dios.
El centro del cosmos o Axis Mundi, ese espacio de matrimonio alquímico entre Cielo y Tierra presente en todas las tradiciones, es un Ónfalo que sirve de Morada de Shiva (Shambhala) para el Rey del Mundo… Y, a su vez, es una piedra sagrada como aquella sobre la que se erigió el Templo de Delfos para mayor gloria de Apolo. El tercer ojo de Shiva, que es la fuente de su poder, es también la piedra de Lucifer, que en el Principio saturniano de los eones se desprendió de la frente del Maligno y fue entregada en Jerusalén, como copa (véase: vagina), antes del nacimiento de Cristo, el segundo Adán que por medio de la Resurrección vendría a corregir los errores del primero: la Caída.
En nombre de esta prueba tangible de lo sacro es que se demanda, en una ritualística bien establecida que se remonta in illo tempore, que el sacrificio se haga efectivo: para que aparezca la lanza custodia del Grial, que empleará José de Arimatea en el Gólgota, antes es necesario desmembrar a Osiris y así, una vez vencido Seth, Horus podrá acompañar a Isis en busca de todos los miembros extraviados, que finalmente serán hallados, a excepción del último y quizás más valioso de entre todos ellos: el falo viril que acabará custodiando la copa de la Última Cena para mejor garantizar la Alquimia.
La Alquimia es, pues, el Amor y por eso representa un despertar a la existencia auténtica: todo Amor, en el fondo, no es otra cosa que un aprendizaje de la muerte que ya somos. El sentido de la vida, para Serrano, es hacerse uno mismo un Superhombre nietzscheano, aspirar a ser un dios en el sentido grecolatino del término, valiéndose para ello de la Voluntad. Resulta interesante constatar, en ese sentido, cómo el trabajo paralelo del mago Aleister Crowley, en tanto que heredero de la Aurora Dorada (o Golden Dawn), resulta similar a pesar de su aparente oposición teológica.
En su libro de 1921 dedicado al teosofismo René Guénon escribe: «¿No habrá detrás de todos esos movimientos algo mucho más temible, algo que sus líderes ni siquiera conocen y de lo que no son, por lo tanto, más que simples instrumentos?». Quizás todos estos grupos iniciáticos sean presa de un mismo tránsito onírico en el que la descripción del Grial hecha por Wolfram von Eschenbach en el Parzival coincide con la Piedra Negra venerada por los Coraichitas musulmanes; igual que el sueño iniciático a través de un bosque oscuro que lleva a Dante Alighieri a recorrer el Infierno y el Purgatorio hasta hallar a su Donna Angelicata (emblema de la Sophia de los gnósticos) a su vez se inspira en un sueño del profeta Mahoma… Porque toda visión del Conocimiento forma parte de una única cópula alquímica a la que llamamos Tradición.